Cuando ocurre un accidente, un incendio o una tragedia de cualquier otro tipo, los primeros a los que ponemos a salvo son los niños.
Como en el hundimiento del Titanic, se lanza a las criaturas por la borda sin la certeza de que se salvarán, pero con la esperanza de que lo que encuentren en el vacío sea mejor que la condena segura que se les viene encima si se quedan a bordo.
Últimamente, no hacemos más que poner a salvo a los niños de la sociedad que nosotros mismos hemos creado. Cada vez más, estamos construyendo propuestas vitales que no son aptas para la infancia ni para la adolescencia.
En el último episodio de este fenómeno, el Gobierno quiere que los menores no puedan acceder a la pornografía online. Y es un objetivo loable. Alabado sea el buen gusto de quien haya tenido a bien proponerlo.
El Gobierno de la mayoría progresista necesita, al menos por una vez en esta legislatura, un consenso de verdad. Y todo el mundo sabe que los niños, inocentes y tiernos, siempre logran arrancar una sonrisa a todo el mundo.
Parece que ahora hemos entrado en la era de la gran pregunta: "¿Es que nadie va a pensar en los niños?". Hoy es el porno, pero ayer fueron los móviles. Y, hace poco, el acceso al tratamiento hormonal y la reasignación de sexo.
A favor de regular (casi) todo eso. Venga a lanzar niños por la borda.
Sin embargo, surgen preguntas. Y no, no son las que plantean las estadísticas que dicen que el porno es perjudicial para los menores. Agotador. ¿Quién quiere profundizar en el ser humano cuando puedes despachar la cuestión con unos cuantos porcentajes?
Los interrogantes que surgen tienen más que ver con cómo pretende el Gobierno alcanzar su objetivo. Parece que va a ser obligando a todo el mundo a presentar su DNI.
Quizá sería mejor el modelo por el que se ha optado en Estados Unidos, que obliga a las plataformas de pornografía a hacerse responsables del acceso de los menores a su web.
"Mejor" no necesariamente porque sea más eficaz, sino porque está obligando a cerrar todas las webs de pornografía ante la imposibilidad de cumplir con lo que se les ha pedido. Hasta luego.
No pretendo dudar de las buenas intenciones del PSOE. Pero ¿DNI vía digital para todo, con el compromiso de que no lo vamos a usar para controlar? Desde luego, no se le puede negar a nadie su derecho a la desconfianza.
Y el último interrogante que plantea esta situación es ¿es esto todo? ¿Porno para menores no y para adultos sí? ¿Hormonación para menores sí y para adultos no?
¿Así, sin más?
Si se queda corta la propuesta del Gobierno no es porque su intervencionismo sea mayor o menor, sino porque hay un vacío argumental que se debería rellenar cuando hablamos de cuestiones vitales que afectan a la dignidad humana.
Para sacar adelante una ley como esta se requiere cierta autoridad moral. Tengo muchas dudas de que el Gobierno cuente con ella.
Nos dicen que nos liberemos sexualmente y que no nos dejemos coartar por los tabúes. Pero cuando las personas se convierten en mercancía de usar y tirar haciendo swipe en una aplicación, entonces aparece Mónica García pidiendo regular Tinder porque "el 57% de sus usuarias se han sentido presionadas para tener sexo".
Si es que os liberáis mal.
Preocupa que esta sea la filosofía detrás de esta nueva ley. Y preocupa porque el ser humano está llamado a una vida buena, no a una vida intervenida. Habrá que confiar en que el Gobierno conozca la diferencia.
Y esa diferencia radica en saber que uno no puede regular el acceso de los menores a la pornografía igual que regula el consumo de azúcar o el humo en las terrazas. Puede que sea el mismo procedimiento que para publicar una ley en el BOE, pero no puede tener el mismo trasfondo antropológico detrás.
Si ese es el caso, he ahí el problema.
Hemos renunciado a hacer una propuesta de vida buena porque nadie quiere escuchar lo que es una buena familia, un buen ciudadano o una buena persona. Sobre todo, si lo que ve en el espejo no se parece en nada a lo que le están contando.
Pero si queremos hablar con autoridad y con seriedad de regular el acceso del porno a menores, hay que poder hablar de muchas otras cosas. No se puede lanzar a los niños por la borda y fingir que el barco no se está hundiendo con el resto de pasajeros.
Hay que hablar del sexo de usar y tirar. De la cosificación de las personas, que afecta especialmente a las mujeres. De una visión del cuerpo que anima a usarlo sólo como instrumento y no como lo que uno es. De un planteamiento de las relaciones que anima a consumir al otro y no a entregarse al otro.
Hablar de todo eso quizá nos llevaría a pensar que por supuesto que no queremos eso para nuestros hijos. Pero quizá para nosotros tampoco.
Y hay quien dirá que las prohibiciones o las valoraciones morales son sólo consensos sociales que fluctúan con el tiempo.
Pero benditos los pocos consensos sociales que quedan y que nos dicen que, aunque uno sea adulto, no puede casarse con tres mujeres, pincharse heroína o vender un órgano. No puede porque no debe. Porque el consentimiento no es la piedra de toque de la libertad humana. Porque la libertad que no esté al servicio de la dignidad es una estafa.
No está mal vivir en un mundo que le diga al niño que espere hasta los 18 años para preguntarse qué hay de malo en hacer determinadas cosas.
Pero aquí va una sugerencia que el Gobierno no puede hacer: aún mejor sería vivir en un mundo que no tenga que lanzar a los niños por la borda.
En uno que no busque mantener al niño en una burbuja hasta la mayoría de edad para luego plantearle un sinfín de opciones sin decirle que hacerse daño a uno mismo no merece la pena nunca.
En uno que sea capaz de decirles que cuando uno se enfrenta la vida, no está llamado a quedarse en la mediocridad de lo (aparentemente) inofensivo, sino en la excelencia de lo verdadero, bello y bueno.
He ahí el quid de la cuestión. La diferencia radical entre una propuesta de vida buena frente al sucedáneo de una vida intervenida.
Elige. Que para esto no hace falta cumplir los 18.