La primera vez que escuché la palabra "falta" para referirse a una persona, yo tendría unos nueve o diez años. Fue una conversación que reprodujo mi madre y que implicaba a un señor de su pueblo y a mi hermana pequeña.
Este señor, ya entrado en años, la describió de este modo que, supongo, era la forma de referirse a las personas con discapacidad intelectual en su época. Faltos de inteligencia.
Lo recuerdo nítidamente porque me impresionó. Yo nunca la había visto ni falta ni inválida. Era ella con su particular forma de ser. Diferente, especial, pero siempre ella.
Desde entonces, aunque las cosas han ido cambiando con el tiempo y la concienciación ha ido ganando terreno al ocultamiento y a la vergüenza, me he ido topando a lo largo de los años con otros términos con los que la gente se refiere a personas como mi hermana: retrasado, mongólico, subnormal. Disminuido. Por supuesto, no sólo personas, también documentos oficiales. El artículo 49 de nuestra querida Constitución, por ejemplo.
Antes de su modificación, el artículo en cuestión decía: "Los poderes públicos realizarán una política de previsión, tratamiento, rehabilitación e integración de los disminuidos físicos, sensoriales y psíquicos, a los que prestarán la atención especializada que requieran y los ampararán especialmente para el disfrute de los derechos que este Título otorga a todos los ciudadanos".
Estamos de acuerdo en que esta redacción, en concreto la expresión "disminuido", chirría. Resulta insensible, incluso de cierto mal gusto.
Por ello, este jueves pasado, mediante un acuerdo entre PP y PSOE (que parecía que sólo conseguían ponerse de acuerdo para subirse el sueldo), esta falta de tacto quedó subsanada. Una modificación en la redacción de la Carta Magna que rectifica en el artículo 49 la palabra "disminuido", y la sustituye por "persona con discapacidad".
Según escribió Íñigo Errejón, esto es una victoria, "el sello de un compromiso institucional por la igualdad y la inclusión".
Sin embargo, o Errejón no leyó bien toda la modificación, haciendo un alto en la palabra "discapacidad" para empezar a aplaudir y a congratularse, o tenemos conceptos de igualdad bien distintos. Porque el añadido de "se atenderán particularmente las necesidades específicas de las mujeres y los menores con discapacidad" es un desvarío respecto a cualquier concepto de igualdad real y total.
No puedo hablar desde la experiencia de una persona con discapacidad. Pero sí puedo hablar desde la experiencia de una persona que convive y cuida de una persona con una discapacidad intelectual y física severa (o, según se recoge en los grados de discapacidad, una discapacidad muy grave).
Y puedo afirmar que, en un caso así, el hecho de ser hombre o mujer es bastante indiferente: los problemas y las preocupaciones acaban siendo las mismas para todos. Los pañales y las sondas de alimentación y los arrebatos acaban siendo los mismos.
Las palabras son importantes, por supuesto. Como dejó escrito Wittgenstein en su Tractatus Logico-Philosophicus, "los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo". Se podría decir que las palabras construyen la realidad. Pero son las acciones las que le dan forma, relieve y color.
Cuando las circunstancias y la vida van en serio, la realidad se impone a los conceptos. Y llega un punto en el que te da igual si la Constitución dice disminuido o inválido o persona con discapacidad.
Lo que te importa es que se cumpla el resto del artículo que dice que los poderes públicos realizarán una política de previsión, tratamiento, rehabilitación e integración. Que prestarán la atención especializada que requieran. Que habrá una concienciación real y un trato de acorde.
Que no tendrás angustia ni te verás expuesto a la situación de que no haya suficientes plazas públicas en los centros de día y te tengas que quedar con una persona totalmente dependiente en casa, sin la atención especializada que necesita.
Que no escucharás suspiros cuando el autobús tarde un poco más en una parada porque se está extendiendo la rampa para que baje una silla de ruedas.
Que no temerás que cierren los colegios de educación especial porque a algún iluminado se le haya ocurrido que la única vía para la inclusión es juntar a todos, independientemente de sus necesidades, en una misma aula.
Que no tendrás miedo a la posible discriminación que pueda sufrir tu hijo varón de 25 años con parálisis cerebral por el simple hecho de haber sacado la papeleta errónea, no sólo de nacer con una discapacidad, sino encima varón. En este mundo tan complejo de la discapacidad, los problemas no acaban con la mayoría de edad. Es entonces cuando empiezan a rodar de verdad.
Esta modificación, tal y como se ha llevado a cabo, es una muestra más de cómo nos encontramos completamente inmersos en una sociedad del espectáculo, cada vez más enajenada de la realidad. De rasgarse las vestiduras ante la desigualdad, para luego ponerla negro sobre blanco en la Constitución. Y, lo que es peor, una discriminación de los más vulnerables. De ponerse la chapita de la inclusión y sensibilización, pero ni oler lo que las personas con discapacidad de verdad necesitan.
Las palabras construyen la realidad, efectivamente. Pero no son las propias palabras las que construyen una sociedad igualitaria y concienciada. Son las acciones que se toman para darle forma las que lo hacen.
Y, a este respecto, se ha fracasado estrepitosamente.