La llaman "operación Calvario" y qué buen bautismo. Tiene mucho de trágico sainete. 

Pienso en Amelia y Ángeles, las hermanas asesinadas en Morata de Tajuña por contraer una deuda imposible al ser engañadas románticamente por sus novios de pega (nada menos que por dos valerosos soldados estadounidenses destinados en Afganistán). Y pienso en que no existe en España un arquetipo literario más grotesco y conmovedor aún que el de la "solterona", cosidito a ansiedades. 

Lo escribo así, concienzudamente, porque ya resulta elocuente que esta palabra misógina y cruel no encuentre su homóloga en masculino. La "solterona", han dicho, es esa mujer entrada en años que no se ha casado, vaya por Dios. Y se entiende automáticamente que no se ha casado porque nadie ha querido casarse con ella, porque la han despreciado, porque la han echado como a los perros a las afueras del mercado. Carne sobrante. Deseo excedente. Sensación de yogur caducado. 

Los hermanos asesinados.

Los hermanos asesinados.

No existe, no pasa, no puede ser que la "solterona" elija. No cabe la opción de que haya dicho que no. No se contemplaba apenas que la "solterona" quisiese ser rebelde, o lesbiana, o intelectual, o solitaria, y que entonces se hiciese monja, como se acostumbraba antiguamente. 

Lo cantaba Cecilia en Me quedaré soltera, aunque ella lo hacía, más larga que nadie, irónicamente: "Me quedaré soltera / aunque yo no quiera / ¿con quién casaré / si mi cuerpo está viejo? / No miente el espejo / cuando me miro en él. / Dicen que es mejor ser monja que estar así / como lo estoy yo / con mi perro viejo / mi loro que llora / mi gato tuerto. / Soy como un verso suelto sin ruina, sin par". 

*

Da igual si no has elegido o si no te han elegido: la "solterona" es una y sencillota, un personaje triste y sin muchos matices. 

La "solterona" es mucho peor que la "divorciada", claro, porque a ésta última la quisieron alguna vez, aunque ahora viva en una eterna repesca otoñal con los padres desparejados del colegio de los niños.

La "solterona" aglutina un poco lo peor de cada casa. Hablamos de un atronador imaginario sentimental que persiste y humilla. Hablamos de las supurantes hendiduras grabadas a cuchillo en la identidad femenina. Si la mujer no quería hombre, lo acabará queriendo. Más: lo acabará anhelando. La profecía será autocumplida.

La literatura y el cine están llenos de mujeres que esperan. Mujeres que encuentran su reflejo en la vida real, como en Ángeles y en Amelia. Esto, además, es muy cómodo para el canon, porque la hembra se subraya como un personaje pasivo y trágico. 

Es la Penélope de Ulises que aguarda al varón, pero sin los muslos de Ulises, sólo con la idea de Ulises, que ya me dirás tú qué pena. 

Penélope cruza los brazos y confía. Teje y confía. Vendrá. Vendrá. Mi amor vendrá. 

Penélope acumula ojeras y tiene fe. Sufre. Le dijeron que la vida era otra cosa. El resto la miramos con lástima.

¿Se buscó su propia ruina? ¿Se la buscamos nosotros? 

*

La mujer que espera es débil. La mujer que ama es doblemente débil (ya decía Kate Millet que el amor ha sido el opio para las mujeres: así estuvieron drogadas y entretenidas mientras los chicos hacía las cosas divertidas, las cosas importantes).

A esta mujer le dijeron que preservara su virginidad para un buen hombre, pero ahora ese tesorito en paño, de tanto ser guardado, de tantos desencuentros en la estación de tren, se le ha ensuciado entre las manos, ¿y qué hacemos? ¿Cómo pasó de valer cada vez más (porque cuanto más se reservaba una, más respetable era, más cotizaba a ojos de la catervita machista) a no valer, un día, absolutamente nada

Esto ha sido difícil de entender para las 'Doña Rosita la Soltera' de turno, como las bautizó Lorca. Éste es un personaje perfecto y terrorífico porque, en el fondo, lo que encarna es el paso del tiempo pavorosamente mezclado con una ingenuidad añeja.

Verónica Forqué interpretando Doña Rosita la Soltera, por Miguel Narros.

Verónica Forqué interpretando Doña Rosita la Soltera, por Miguel Narros.

También Doña Rosita tuvo un día arrojo y ganas y creyó que la vida podía ser amable. También ella vivió núbilmente de palabras de amor. Si lo recuerdan, la protagonista de Federico aguarda al novio, que ha emigrado a Argentina por curro y que le ha prometido que volverá y la llevará agarraíta' al altar. Aunque nunca llega a hacerlo porque se casa con otra minita en Tucumán, tampoco deja nunca de escribirle, de marearla y de alentarla. Al final de la pieza, ella reconoce que sabía del engaño, pero que le daba igual. Rosita no podía ya cortar su relato, su costumbre oscura, su grito podrido de alegría al ver llegar al mensajero: toda su vida era acumular en el baúl epístolas de amor. 

No sabemos qué tipo de solteras eran en verdad Amelia y Ángeles, pero seguro sabemos que a ojos el mundo eran "solteronas" y que esperaban cartas falsas de afecto. 

Seguro sabemos que Amelia y Ángeles eran mujeres que querían vivir su historia, la que sentían que se merecían. La que el mundo les debía. La historia que le prometieron a las niñas de su generación. La de que el amor llegaría en algún momento.

La vida no podía ser sólo esto. No podía ser que existir consistiese únicamente en regentar un anticuario o dar clases en un colegio, en cuidar al hermano Pepe, tan discapacitado y bueno, tan inocente y tosco; en restaurar cuadros olvidados o en cantar en el coro de la Iglesia. Ya habían hecho todo eso y habían envejecido mientras tanto, hasta llegar a este punto estable y soporífero. Menos pizpiretas que antes, algo más resabiadas y heridas, pero aún sin emociones, sin besos, sin un pasodoble a la tarde, sin palabras calientes que guardar en cajitas en el pecho. 

Seguro sabemos que Amelia y Ángeles eran mujeres sin experiencia, sin ritos de paso, fuera de la norma de un mundo moderno de chicas emancipadas y precauciones virtuales ante tremenda panda de chalados e hijos de puta que pueblan las redes. Ellas no sabían de amor: ni del tecnológico ni del otro, el de la seducción y los cuerpos chocando.

Nunca vieron a sus novios telemáticos ni se acurrucaron en ellos en la noche. Sólo les contemplaban en fotos, tan guapos y canos como en la canción del Ramito de violetas. Qué fuertes y valientes, aún más deseados por imposibles: inasibles del todo, porque allí siguieron, flotando en el limbo del cuento geográfico, cuando las tropas estadounidenses abandonaron Afganistán en el verano del 2021.

A ellas les decían que aún no les dejaban volver. 

No llegaron nunca a casa, como el novio de Doña Rosita. 

*

A mí este caso me parece un poema de Lorca (con esa ansiedad sostenida de La Casa de Bernarda Alba, con ese esconder los platos rotos debajito de la alfombra y hablar de palabras inútiles, como pureza u honra). 

O una copla de Quintero, León y Quiroga, como aquella que arrancaba: "Me lo dijeron mil veces / mas yo nunca quise poner atención". Quizá también una película castradora y rural como Furtivos, aquella maravilla de José Luis Borau, donde el tonto eunuco del pueblo se enamoraba de una sagaz pilingui que venía a torearle... en la carita de su madre, una temible Lola Gaos que representaba el Viejo Régimen, la mirada opresora, cruda y salvaje del bosque. 

Fotograma de Calle Mayor.

Fotograma de Calle Mayor.

Fotograma de Calle Mayor.

Fotograma de Calle Mayor.

Algo rasca la operación Calvario de La heredera, el filme de William Wyler. Pero, sobre todo, este suceso descorazonador arrasa con la misma fuerza perversa que Calle Mayor, esa impresionante película de Juan Antonio Bardem donde una jugarreta macabra a la "solterona" de provincias la lleva a creerse que un hombre se ha enamorado de ella y que pretende ponerle un anillo (aunque sólo está alentado por los malnacidos de sus amigos).

¿Por qué lo cree, en el fondo, aquella Betsy Blair de Logroño, con ojos brillantes y excitados?

¿Por qué lo creyeron Amelia y Ángeles, aunque la deuda fuese creciendo, aunque nunca hubiesen visto a sus hombres, aunque el pueblo entero las alertara? 

¿Por qué el estafador virtual le dijo a Amelia "tu sonrisa caprichosa llamó mi atención" y ella respondió, núbilmente, "cómo me has encontrado"? 

¿Por qué una señora madura de pueblo podía encomendarse ciegamente a la idea de que un hombre bello y exitoso que se hacía llamar Edward, pero que físicamente se llamaba Wesley Clark y era un general retirado del ejército de EEUU, podía barrer el mundo y fijarse en ella, solamente en ella? 

La respuesta me parece sencilla: porque una mujer sentimentalmente marginada y apaleada durante toda la vida guarda con fiereza algo de autoestima y confía en una oportunidad para su felicidad.

Las sospechas de los demás ofenden y resbalan: una sabe que tiene capacidad para dar el corazón y que a alguien le parezca un artefacto interesante. 

Una nunca puede creer que ser mirada, deseada y amada, por fin, vaya a ser sólo una broma.