En Estados Unidos viví en una calle que era una frontera. Caí allí porque busqué mi casa por internet y no sabía que las calles podían separar identidades nacionales. Como mi casa estaba en la frontera, arrinconada por un desarrollo urbanístico que había privilegiado otras zonas de la ciudad, era muy barata en relación con la calidad.
Las primeras noches oía disparos y coches de policía a toda velocidad que me quitaban el sueño. Luego me acostumbré. En la panadería vendían armas y circular en bici te convertía automáticamente en un maleante.
Yo había crecido en unas calles que eran patios de juego, en las que gritábamos "el que no pite, no pasa", con unos jerséis hacíamos dos porterías, y pasábamos la tarde.
En Estados Unidos descubrí que las calles también podían ser fronteras separadas por telones de acero invisibles. Quizá por eso me molesta tanto que se importen modelos extranjeros como solución a un problema que aquí no existe y que se frivolice con el término 'polarización'.
Que abusen de él los que no han visto cómo se siguen cerrando las puertas de los Muros de la Paz en Belfast, los que no se han metido en un bar de orangistas, los que no han cogido el RER parisino con destino a Saint Denis, o atravesado en tren las afueras de Bruselas, los que no han visto fronteras dentro de las fronteras.
Me fastidia porque hay que ser muy paleto para ser nacionalista. Para no apreciar la paz social que disfrutamos en España, y alegrarse alimentando la adrenalina que provoca el miedo y la amenaza.
La buena noticia es que en España fracasan los extremos.
La mayoría habrá olvidado que, antes de las elecciones del 26-J de 2016, algunas encuestas le daban a Podemos (y aliados) 88 escaños y al PSOE, 73. Y que, en febrero de 2022, a dos meses de la salida de Pablo Casado de la presidencia del PP, había encuestas que daban a Vox 84 diputados por los 77 de los populares.
Estamos saliendo de una década en la que se ha vivido con muchísima preocupación lo que ayer llamábamos 'crispación', y hoy, 'polarización'.
El "no nos representan" creía que había una cara B en el vinilo constitucional. Pero al darle la vuelta, resulta que no sonaba a nada.
Lo mismo ha pasado con el "sólo queda Vox". Y es que, si Vox se queda solo, no queda casi nada. El espacio que unos imaginaban como el vacío que había dejado un centrismo cada vez más estrecho ha resultado no existir.
Con la caída en picado de Podemos y el proceso autodestructivo de Vox finaliza un periodo de la política nacional que podría dar lugar a otro más constructivo si se hacen bien las cosas.
La lógica partidista, crispadora y polarizadora no puede ocultarnos a los ciudadanos de a pie cómo somos realmente. España es ese país goyesco que dice verse reflejado en el Duelo a garrotazos cuando la realidad es que se recuesta lozana en La pradera de San Isidro.
Aunque nos gusten las pinturas negras, a la hora de la verdad el que polariza, pierde. Aquí no hay 'fachosfera', ni muros, ni frentepopulismos, ni boberías efectistas de políticos convertidos en tertulianos.
Aquí lo que hay es un electorado bastante inteligente que penaliza a los que quieren convertir las calles en zonas de nadie. Parece que el tren del populismo nacional ha pasado, aunque todavía se puedan comprar billetes baratos con destino a Putinistán.