Uno de los méritos más perversos y sofisticados de los ideólogos del putinismo es este camaleón del hampa que cobra la forma del medio para esconder su naturaleza. La cosa se entiende mejor con ejemplos. El equipo de Vladímir Putin se emplea a fondo para convencer a los revolucionarios africanos y sudamericanos de que su causa contra Occidente es común. Ambos combaten el mismo imperialismo desde tiempos soviéticos, y ambos comparten los mismos enemigos: norteamericanos, ingleses, franceses y españoles, que a la postre vienen a ser lo mismo.
Lo más llamativo es que, cuando se trata de apelar a los corazones estadounidenses y europeos, no se cortan un pelo: adaptan el discurso. En estas ocasiones se trata de incidir en los valores perdidos por la globalización, en la necesaria tarea de recuperar una cristiandad y una idea de familia acosadas por el feminismo, la inmigración y los homosexuales.
Claro que basta con un vistazo rápido al mundo para reparar en la rareza de su cruzada, librada con drones iraníes y yihadistas chechenos contra uno de los pueblos más fieles de Europa. Pero de vez en cuando Putin encuentra alguna mula que le aligera la carga, a veces por extrañas convicciones y a menudo por la magia del rublo.
Del destierro de Fox News apareció Tucker Carlson, al que puse fino a su visita a Madrid para hacerle la rosca a Vox. El periodista más productivo del trumpismo viajó a Moscú para una entrevista a Putin con el mecenazgo de Elon Musk y una misión doble: reafirmar internamente la figura del autócrata, a un mes de las elecciones presidenciales, y alimentar la acción coordinada de los republicanos, obcecados en el bloqueo parlamentario de más ayudas militares y financieras para la resistencia de Ucrania.
La elección de las cursivas no es decorativa. Carlson no es un periodista, sino un propagandista a subasta, enfrascado en el curioso esfuerzo de revestir de patriotismo americano el apoyo político y moral al sometimiento ruso de una joven y combativa democracia europea.
Tampoco es una entrevista, sino un encuentro que se sirve de su apariencia para conceder espacio, autoridad y tiempo a quien nunca se expondría a un interrogador independiente, implacable como es con la prensa libre y carcelero, entre otros, del reportero del Wall Street Journal Evan Gershkovich. De modo que, mientras Carlson exploraba los palcos del Bolshói y dormía a pierna suelta en un lujoso hotel con vistas al río Moscova, su compatriota sumaba siete ampliaciones de la prisión preventiva y 315 días a la espera de juicio.
Y cae por su propio peso, en fin, que no hay elecciones presidenciales en Rusia, donde el candidato a la reelección reúne todos los poderes, ampara el encarcelamiento, envenenamiento y asesinato de reporteros y opositores, y adapta el proceso a voluntad. De ahí que no fuese suficiente con mantener a Alexéi Navalni en prisión, aislado de sus seguidores y su familia. Añadió a la aventura del opositor una mudanza al Círculo Polar Ártico sin fecha de regreso.
Quedará quien descubra en las palabras de Putin una nueva forma de mantenerse en el hechizo. Quedará quien asuma que la valentía reside en escuchar la voz del autócrata y no de su pueblo. Quedará quien clame que la OTAN existe para acorralar a Rusia y no para protegerse de ella. Quedará quien sostenga que Putin es malinterpretado por Occidente y anda necesitado de un oído atento y amable, pues con las homilías de cuatro horas —llamadas, puertas adentro, ruedas de prensa— no alcanza.
Quedará quien repita que Estados Unidos obligó a la invasión del país más grande de Europa, que el mundo era y será más seguro con Donald Trump en la Casa Blanca, y que es hora de dejar a esos nazis ucranianos de lado.
Pero queda la esperanza, al mismo tiempo, de que una mayoría atienda a la evidencia. Ninguno de los dos se dirige a ti para enriquecer el debate o mostrarte la otra cara de la moneda. Sólo buscan aturdirte con teorías de la conspiración, delirios aderezados de historia, victimismo a paladas y omisiones interesadas. No es el talk show más instruido que escucharás. No es el plan soñado para un fin de semana. Pero, si tienes estómago para dos horas a mayor gloria de Putin y Trump, sírvete.