"¿Qué es la extrema derecha?", me preguntaba con sorna una conocida persona adscrita a uno de esos partidos que todos menos él entendemos que es de extrema derecha.
Con la pregunta no solo quería decir que su partido no es de extrema derecha, sino que tampoco lo son ni Chega! (Portugal), ni Fratelli d'Italia (Italia), ni Fidesz (Hungría), ni Partido por la Libertad (Holanda), ni Agrupación Nacional (Francia), ni Vox (España).
Es decir, que la extrema derecha no existe. Quizás por eso mismo algún diario nacional "desaconseje" el uso del vocablo. Puede que sea porque la dirección editorial entienda que el calificativo es una invención del consenso socialdemócrata, o de la tiranía woke, para neutralizar cualquier alternativa.
Será que entienden que ellos son el centro, o la norma, y que todos los demás son extrema izquierda, o desviaciones de la norma.
Lo cierto es que la extrema izquierda tiene más pasado que presente, y que de ella, como se deduce del excelente libro La extrema izquierda en Europa Occidental (Tecnos, 2024) coordinado por Edurne Uriarte y Ángel Rivero, no queda nada de su discurso mesiánico marxista-leninista, y se ha quedado a remolque de una vaga insatisfacción social.
Y más cierto aún es que la extrema derecha es una realidad que hay que tomarse más en serio. No sólo por su presencia de hecho en la mayoría de los países europeos, sino por su fuerza como bloque en las elecciones europeas. Las estimaciones de voto les dejan muy cerca del siguiente grupo en el Parlamento Europeo, del que sólo les separarían 20 escaños.
La extrema derecha existe, tiene fuerza como grupo, y maneja un argumentario muy eficaz al que es difícil responder adecuadamente. La extrema derecha tiene futuro porque es la combinación de nacionalismo y xenofobia, y esa mezcla siempre encuentra adeptos.
Me llamó la atención la reacción de la prensa de izquierdas a la elección de Luis Argüello como presidente de la Conferencia Episcopal Española española, que no dudó en calificarle de reaccionario. Y me llamó mucho más la atención el silencio al ver que una de sus primeras intervenciones públicas fuese para apoyar enérgicamente la Iniciativa Legislativa Popular para la regularización de inmigrantes.
Es una pena que la izquierda mediática sólo hable de la Iglesia para acusarla de pederastia, así que en el fondo no debería sorprenderme su reacción.
Lo que sí resultó llamativo fueron las críticas durísimas de la extrema derecha contra el arzobispo, al que no dudaron en calificar de "enemigo de la nación", "vendido", "colaborador de la izquierda satánica" o "traidor". Aunque tampoco debería sorprenderme, porque la extrema derecha siempre ha sido más nacionalista que católica.
Lo que me hace pensar que la extrema derecha podría ser una alternativa ganadora es ver la contundencia con la que critican la inmigración, y la debilidad que encuentran en la respuesta. Se contesta con ideas que suenan a viejos debates de los años 70.
En el argumentario domina el peso que los inmigrantes tendrían para la economía, el aumento de contribuciones a Hacienda y el número de trabajadores regularizados que aportarían a la Seguridad Social.
Pero ¿no se dan cuenta de que esos argumentos no le importan nada al nacionalismo? La extrema derecha parte de un esquema completamente diferente. Hace tiempo que asumieron el discurso nacionalista identitario del gran reemplazo, que asume que, en dos generaciones, si no se hace nada, Europa será musulmana y los cristianos, blancos occidentales, serán una minoría subyugada y perseguida.
Si la derecha demoliberal responde "manzanas traigo" a un discurso sólido, convincente y aceptado, será sólo cuestión de tiempo que se imponga el nacionalismo xenófobo de la extrema derecha.
Al identitarismo nacionalista hay que responder con argumentos que no sean identitaristas, pero que se tomen en serio el problema de la identidad europea. No bastan simplezas economicistas y utilitaristas para resolver la cuestión de la inmigración.
Las formaciones liberales europeas deben saber defender una Europa que siempre ha sido un lugar de encuentro de culturas, cuya identidad se ha fraguado a golpe de choques culturales.
Europa sabe, mejor que ninguna otra zona geográfica del mundo, que el nacionalismo es el cáncer que destruye cualquier organismo sano, y que la mejor respuesta es una cultura abierta y plural que sepa incorporar la diferencia.