El Ejecutivo, en su peculiar comprensión del arte de gobernar como una expedición mastodóntica de quincalla normativa al peso, ha anunciado que se propone aprobar este año casi 200 leyes. Entre ellas, una de las que más venía reclamando el público: la reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal (LeCrim).
Recordó el señor Bolaños este martes que la LeCrim data de 1882, y que eso no es de recibo. "Ha llegado el momento de que nuestras normas procesales en el ámbito penal se adapten ya al siglo XXI y dejemos atrás una norma que es del siglo XIX", sentenció el ministro para la Innovación Jurídica.
Cabría replicar que también es del siglo XIX el socialismo, pero en este caso siguen empeñados en preservar la reliquia, aun con la robusta evidencia contraria a su viabilidad política, económica y hasta ontológica.
Se da la ironía de que quienes entienden el orden político como un teléfono inteligente necesitado de sucesivas actualizaciones en su sistema operativo, para mantener engrasada la maquinaria de la perpetua mudanza, son los mismos obsesionados en resucitar una mitología tan caduca y hortera como la de la funesta II República.
No en vano esta izquierda fáustica que hoy desgobierna se asienta sobre el hallazgo de la memoria democrática, artefacto que permite aunar la cancelación del pasado engorroso con la selección de sus mejores momentos adaptados para el público contemporáneo.
Sobre el olvido se cimentó la España democrática y sobre la memoria el nuevo régimen en ciernes (hacia la república española federal-plurinacional), proceso siempre pilotado por el PSOE. El PSOE hizo la España del 78 y el PSOE la deshará.
El PSOE es el partido de la Transición por excelencia. El partido "de la ley a la ley", así Bolaños. Ya lo aclaró el nuevo ideólogo de Sánchez, Manuel Escudero: el felipismo posmoderno es "transición ecológica", "transición digital", "transición demográfica".
Pero a todo este flatus vocis que fetichiza el movimiento perpetuo cabría interrogarle: transición, ¿hacia dónde?
La ideología progresista no se asienta tanto en fines definidos como en valores, principios abstractos. Bebe de un modo de pensamiento utópico inspirado por la máxima de la revolución permanente (trocada ahora en reformismo incesante).
Es la "difusa" e "inocente fe en el progreso" que tan preclaramente diseccionó Manuel García Morente:
"Los hombres se han lanzado febrilmente a la tarea de avanzar, en cualquier sentido que sea, de cualquier modo que sea, perdiendo la noción exacta y sana del orden y jerarquía entre los valores a realizar. La humanidad se cree obligada, moralmente obligada, a correr hasta romperse el corazón".
El progresismo como novolatría es la consagración de la velocidad como bien en sí mismo. Bajo esta noción formalista del progreso, "lo bueno del progreso no es el progreso, sino el progresar, independientemente del contenido que progrese". Lo que cuenta es la carrera en pos de un ideal formal que no es sino la carrera misma.
El progresismo filisteo no fija sus ojos en un horizonte determinado, sino "simplemente en el puro mañana, en la pura fe de un mejor futuro, que acentúa tanto más la insuficiencia del presente".
Contemplada la realidad política bajo la especie del devenir voluntarista, todo aquello que lo entorpezca queda reducido a la categoría de obstáculo. Todo lo heredado pasa a verse como "modalidades caprichosas" que deben someterse a la racionalización de la sociedad según criterios apriorísticos.
Este afán aspiracionista, recuerda García Morente, es "por esencia insaciable".
En una confesión inadvertida del carácter escatológico de los paraísos artificiales socialistas, aseguró Escudero que, después de todas estas transformaciones, "hay un final feliz".
Pero para el progresar puro, la transición hacia la democracia plena nunca se completa. No puede haber un término para este asintótico camino de perfección mundano. Por eso está decidido Bolaños a "seguir avanzando en derechos para la ciudadanía".
Frente al proverbio de "cualquier tiempo pasado fue mejor", el progresismo presupone que todo mañana, por el simple hecho de serlo, ha de ser mejor que hoy. No hay vigencia en lo recibido, sino pura obsolescencia.
Al final, lo único que va a quedar del siglo XIX es el PSOE.