En 2013, tan solo quince días después de haber sido elegido Papa, Francisco visitó el Centro penitenciario de Casal de Marmo, un centro de menores en el noroeste de Roma, y celebró ahí los oficios de Jueves Santo, aquellos que rememoran la Última Cena.
En una cárcel, el Sumo Pontífice lavó los pies, imitando a Cristo, a aquellas personas a las que hoy nadie quiere tener cerca.
Durante todos estos años, Francisco siempre ha celebrado el Jueves Santo en cárceles, centros de refugiados o centros de acogida y atención a enfermos.
Es llamativo que el Papa haya escogido acudir siempre esos a lugares que los demás quieren mantener a distancia. Encrucijadas de sufrimiento que al resto sólo suelen arrancar desprecio, indiferencia o, en el mejor de los casos, una superficial e incómoda compasión.
En 2020, cuando todos vivimos la Semana Santa encerrados en casa, el Papa encargó el Viacrucis a presos, víctimas y personas relacionadas con el mundo penitenciario.
Debió de pensar el Pontífice que un condenado a cadena perpetua, la madre de un asesinado o un sacerdote acusado injustamente tendrían cosas que enseñar sobre la soledad, el aislamiento y la esperanza.
Y eso es que algo sabe el Papa Francisco sobre el sentido de la Semana Santa. Y también la sociedad española de la que tanto se debate estos días si es católica o no.
Hay quien dice que lo que Cristo hizo hace más de dos mil años no tiene que ver con las procesiones que inundan las calles de nuestro país desde hace una semana. Más que expresiones de religiosidad, son expresiones costumbristas, dirían los sociólogos. Lo que otros secundan, por cierto, con algo de clasismo. Como si popular fuese sinónimo de vulgar, básico, y como sugiriendo que, si a tantos atrae, tan bueno no será.
Al fin y al cabo, las calles estarán llenas, pero las iglesias están vacías, las vocaciones van a menos, los matrimonios católicos están en peligro de extinción y ya nadie bautiza a sus hijos. Es imposible que la Semana Santa española sea entonces poco más que una verbena de pueblo bien organizada.
Mientras, otros reivindican que la Semana Santa ha pasado de ser casposa, amargada y franquista a una manifestación de auténtica contracultura. En estos tiempos globalizados, estos días se convierten en un reducto de identidad colectiva, de trascendencia y de reivindicación de una diversidad cancelada.
Nada tienen que ver los días santos silenciosos de Valladolid con la Sevilla atravesada de parte a parte por el quejío. Por eso hay españoles que no se entienden a sí mismos sin su Semana Santa.
Así, para unos y para otros, la Semana Santa es performance, es activismo, es arraigo en unos tiempos desorientados en los que buscamos aferrarnos a cualquier asidero.
Ay, será performance, pero, señores, ¡qué performance!
Porque la cuestión es preguntarse si de verdad esto es sólo una puesta en escena para canalizar anhelos insatisfechos o identidades incompletas. Si es así, que alguien explique bien por qué no hemos encontrado una manera mejor de celebrar nuestras fiestas, de buscar arraigo o de trascender.
Quizá sea que, en realidad, no hemos querido encontrarlas.
Lo cierto es que la Navidad, la Semana Santa y hasta las Vírgenes de agosto vertebran nuestras celebraciones y la sociedad española no ha generado mejores alternativas de celebración colectiva y de identificación local y social.
Lo que nos une es la ofrenda a la Virgen en las Fallas, la magistral lección de anatomía del dolor que ofrece el Señor atado a la columna de Gregorio Fernández, las romerías de agosto, un nieto cautivado por el pesebre de un niño pobre.
Una ritualización en la que hay poca intervención institucional, porque son los propios fieles los que han dado cuerpo e imagen a los sentimientos que suponen el núcleo de la fe cristiana: nacimiento, pasión, muerte y resurrección. Y con la figura de la Virgen siempre a un paso de distancia.
Qué compleja es esta relación entre religiosidad, cultura popular, identidad y arraigo. Pero no alcanza a explicar del todo por qué no buscamos otra manera de combinar todos estos elementos con ideas más urbanas de la posverdad.
Quizá sea porque lo que pasó en el primer Jueves Santo de la historia reverbera una y otra vez en el vicario de aquel carpintero crucificado, cuando, dos mil años después, se arrodilla y lava los pies a los apestados de la sociedad.
Puestos a encontrar una explicación a lo que somos, qué mejor que esta.