1. La lluvia persistente de los días santos de la semana ha obligado a cancelar procesiones a lo largo y ancho de España, para disgusto de muchos de sus fieles.
Se han repetido escenas de otros años, con expresiones de incomprensión ante la coincidencia de las aguas y las fiestas. No han sido pocos los que han querido percibir un agravante de la situación, casi una señal para descreer, en la sequía. No ha llovido casi nada en los últimos años, y tiene que ocurrir ahora, con las tallas a las puertas de sus implorantes devotos, cuando llueva de forma más continuada.
Pero si fuera creyente, lo vería de la forma opuesta: conmigo vienen las aguas que lleváis años pidiéndome. Una presencia ineludible y benéfica. Concreta y no alegórica. Dios hecho no carne, pero sí agua. Vida.
Plegarias atendidas. Esas por las que se derraman más lágrimas, según se atribuye a Santa Teresa.
2. Decía Darwin que, incapaz de disfrutar la vida siendo feliz, se dedicó a observar la de los demás. Algo similar me ocurre con la devoción de tantos a la Semana Santa: no consigo la comunión con ella ni con su liturgia ni sus símbolos, ni con las tallas que la representan. Pero sí con la gente que la vive con intensidad.
De joven no me ocurría, y pensaba que se debía al extrañamiento, a una distancia insalvable entre ellos y yo que, por supuesto, miraba de forma altanera. La superstición frente a la razón. Mi verdad objetiva frente a su ensoñación infantil.
Pero a medida que cumplo años identifico muchas trazas de envidia en mi mirada: como si me estuviera vedada la entrada a un lugar donde, durante varias horas, se depura y mejora el alma.
Hay un misterio frente el que yo me detengo y retrocedo, como ante un abismo, mientras veo a otros saltar y zambullirse.
3. Nota: no se puede hacer caricatura de los demás sin convertirse, uno mismo, en otra caricatura. La penitencia que se paga al hacerla es no advertirlo. El mayor de los ridículos. La venganza involuntaria del caricaturizado.
4. Leo con cierta sorpresa que hay un auge cuantificable de la música cofrade en España, sobre todo en Andalucía. Durante estos días, en la Fuengirola en la que me crie y donde vive gran parte de mi familia, varios amigos con hijos comparábamos sus gustos musicales con los nuestros.
Nosotros éramos auténticos, con nuestras bandas que imitaban a Nirvana o Pearl Jam, a Extremoduro o a Héroes del Silencio (según uno tendiera a grupos en inglés o en español), pero que defendían sus pésimos temas propios en los bares en los que nos dejaban tocar (para misterio, ese). Ahora, en cambio, todo es reaggeton o rap, y muchas veces embadurnado con el tramposo autotune.
Y, al parecer, música cofrade. La guinda del pastel de la decadencia.
Pero, frente a la tentación del desprecio, recuerdo de pronto Templo, de un Luis Eduardo Aute que, incrédulo como yo me siento, acudió a una Semana Santa en Sevilla para volver de allí con un disco que cada vez me emociona más.
Como si hubiera aprehendido y encapsulado ese misterio en una manera adaptada a mi sensibilidad, para que yo, incapaz de acceder a él en sus formas habituales, pudiera contemplarlo.
Me pongo el disco en el coche y ya no se marchan de mi mente sus melodías, ni sus letras ("aunque las catedrales estén llenas de polvo, cenizas y nada, no soy digno, mujer, de entrar en tu morada… Lo haría, únicamente si me lo pides indignada…").
Algo se queda conmigo y me reconforta.