De entrada, lees la carta de Pedro Sánchez y te quedas picueto. Te dices a ti mismo: "Vamos a ver, el miércoles no ha sido fácil para nadie, pero, ¿y esta pataleta? ¿Y este auténtico disparate? ¿Ahora me enfado y no respiro, o cómo va esto?".
Es de una inconsistencia tan núbil... que se contagia, que incluso inspira.
A uno le dan ganas de llegar a casa, descalzarse, ponerse la bata más suave, hacerse un Cola Cao y sacar la Olivetti del trastero. Uno tiene la venilla, de repente, de redactar su propia carta a la ciudadanía, de actualizar el diario de la adolescencia o de llamar intempestivamente al psicólogo para decirle que uno no puede más, que de verdad no puede más.
Somos sentimientos y tenemos seres humanos, como dijo en su día Mariano Rajoy.
Imagínense a un fulano cualquiera, a un mengano como uno mismo: "No suelo dirigirme a ustedes, ya lo saben, pero esta vez me han tocado los dídimos. He tenido una jornada de perros que remata una existencia de perros. No viví una infancia feliz. Mi madre siempre me trató con crudeza. Mi hermano era el favorito y, pasados los 40, lo sigue siendo. Hoy contabilizo seis meses sin sexo y al menos seis años sin amor. Mañana no iré al trabajo. Me tomaré unos días como forma de decirles que desprecio este sistema que no me aúpa como merezco. Espero que ustedes me puedan comprender".
Todos podemos hilvanar una carta plantándonos. Todos anhelamos construir una misiva para que al resto se le caigan los palos del sombrajo, para engancharles de la solapa y lanzarles a la cara nuestro dolor y hartazgo.
Sánchez nos ha recordado que el berrinche es legítimo. Nos incomoda un poco cuando lo protagoniza alguien ajeno, claro, pero después casi que nos gusta, por si eso nos da la oportunidad de imitarlo. Es el niño que llevamos dentro queriendo hacer pellas.
Pedro no se encuentra bien, pero ¿y nosotros? ¿Cómo estamos nosotros? ¿Alguien nos ha preguntado? Su malestar es el nuestro. El de la gente común a la que la semana y la vida se le hace bola. Nos quieren joder, quieren joder a los nuestros. Nos calumnian, nos parodian, nos buscan las cosquillas. Procuran arrebatarnos de las manos el poder que tengamos (mucho, poco o ninguno, pero intentarlo lo intentan).
Es para volverse loco. Hay algunos días en los que simplemente nos iríamos a Cádiz sin decir adiós. En realidad, todos.
Este es un mundo raro y bélico donde los mequetrefes, envidiosos y terroristas emocionales nos tienen rodeados y a punta de pistola. A veces cuesta hablar y que la voz nos salga del cuerpo. A veces uno está deseando que llegue el momento de meterse bajo la alcachofa de la ducha para poder llorar sin que se note. ¿Cómo no empatizar con Sánchez? ¿Cómo no abrazar el delirio de su redacción de cuarto de Primaria?
Hay algo mágico y hasta revolucionario en lo que dice y en lo que propone: parad.
Es lo que habíamos soñado y nos parecía ilícito, o, mejor, poco serio. ¡Ser adulto es tan horrible! De niños creímos que si nevaba mucho, mucho, mucho, podríamos, quizá, no ir al cole una mañana.
Pero ¿y ahora qué? ¿Cómo decir que estamos tristes sin resultar llorones o vagos? ¿Cómo agarrarnos a las inclemencias del tiempo o del corazón desintegrado a manos del compañero de pupitre, tan guapo y distante, que no nos invitó a su décimo cumpleaños?
La ultraproductividad hostil ha hecho que nos sintamos culpables por detenernos a amar, a quejarnos o a recuperar el resuello. Eso es justo lo que él está reivindicando en este triple salto mortal. Claro que lo personal volvió a ser político.
Sánchez, ese cráneo privilegiado contra todo pronóstico, ese Barthes pillado hasta el tuétano escribiendo de noche fragmentos del discurso amoroso, nos está hablando de lo que conocemos, de lo que ha experimentado hasta el del tambor: la salud mental y los afectos. Ambos se sienten más cuando faltan. El derecho a la fragilidad, el derecho a la pausa, el derecho a marcharnos de donde nos hieren, o, al menos, a planteárnoslo fuerte: a amenazar con ello.
Nos habla de la dignidad de que no nos den por supuestos. Nos habla de la honorabilidad de poner a la familia por encima de la ambición. Nos habla de decir "basta". Nos habla de su sensibilidad frente a la brocha gorda, la violencia y la falta de ética de la ultraderecha.
Nos dice "soy uno de los vuestros". Nos dice "yo también estoy roto, aunque no lo parezca".
Nos dice "conmigo en el Gobierno estáis comprando una filosofía: la de las personas por encima de sus puestos de trabajo".
Nos dice "¿a que esto no te lo hace la de Sumar?".
Nos dice "hay que frenar a los hooligans, yo soy la civilización: la que escucha a los vulnerables".
Nos dice "soy la nueva masculinidad: la que no se avergüenza de proclamar que adora a su esposa".
Nos dice "la izquierda soy yo cuando paro, cuando reflexiono, cuando amo, ¿harás tú lo mismo, lo harás de mi mano?".
Y, en medio de toda esta jungla de sentimentalismo y locura, España volverá a decirle que sí.