Se cumplen diez años del anuncio de la abdicación del rey Juan Carlos I. Una década en la que no han dejado de producirse rumores y comentarios sobre los supuestos motivos reales que le llevaron a tomar aquella decisión, así como sobre las personas que intervinieron. 

Una suerte de crónica política y rosa quizá entretenida, llena de cotilleos indemostrables, pero que lleva a un callejón sin salida, y que distrae de reflexiones de fondo sobre el significado de su reinado, y qué nos dice de la sociedad española aquella abdicación.

El rey Juan Carlos I,  junto al expresidente Mariano Rajoy, firma su abdicación el 2 de junio de 2014.

El rey Juan Carlos I, junto al expresidente Mariano Rajoy, firma su abdicación el 2 de junio de 2014. RTVE

Coincide este décimo aniversario con el reciente fallecimiento de la periodista Victoria Prego, en cuya mítica serie documental sobre la Transición aparece un Juan Carlos (inicialmente como príncipe o jefe de Estado en funciones, y después como rey) en plenitud: joven y apuesto, encarnación de una España que quería modernizarse y progresar.

En dicha serie se nos mostraba a una persona políticamente hábil, capaz de contentar al franquismo con su mano derecha, mientras con la izquierda urdía cambios y establecía alianzas nacionales e internacionales para los tiempos democráticos venideros. 

Como cuando enseñó a Arias Navarro la puerta de salida de la presidencia del Gobierno haciendo comentarios críticos no en la prensa española, sino en la de Estados Unidos. O como al utilizar nada menos que al rumano Nicolae Ceausescu como mediador con Santiago Carrillo.

Posteriormente, vinieron el golpe de Tejero y los años del progreso económico y social, y de la vuelta de España como potencia media en Europa y América Latina. En todos esos años, Juan Carlos I conservó y agrandó su prestigio dentro y fuera, hasta instalarse en una posición intocable, protegido como estaba por la prensa, el poder económico y los grandes partidos. 

No hay que remitirse a ninguna conspiración, pues las razones son comprensibles. Se le tenía por la piedra de toque del sistema político, y todavía operaba el miedo a un derrumbe del edificio institucional con potenciales consecuencias trágicas. El 23-F volvió a inducir ese miedo en 1981. 

Es cierto que en los 90 la fortaleza institucional de España era otra, y se debería haber actuado en consecuencia con los comportamientos de monarca. Aquel impactante "el Rey no está" con el que Felipe González explicó por qué no había podido hacer todavía un nombramiento (que el jefe de Estado debía sancionar) encendió muchas alarmas, pero no activó ningún cortafuegos real.

Aquella pasividad explica todo lo que vino después y que precipitaría su abdicación, con la cacería en Botsuana como gota que colmó el vaso en una sociedad en crisis. 

Por eso, la primera conclusión es que falló el Rey, sí. Pero, sobre todo, falló la corte. En el final triste de su reinado hay también una enmienda a las personas que lo rodearon y protegieron. Algo que explica, por cierto, la catarata de elogios que Juan Carlos I recibió de estos al abdicar: en el fondo, se estaban elogiando (o exculpándose) a ellos mismos.

La segunda conclusión es que el Rey fue víctima del cambio generacional que se produce durante su reinado. Porque los comportamientos que le cuestan la caída no habían sido extraños en sus predecesores. Es más, se daban por hechos. 

[La noche en la que a Juan Carlos I se le cayeron encima un elefante, Corinna y la Corona]

El triste episodio de la cacería del elefante en África tiene algo de símbolo, pues implica uno de los nuevos elementos de la conciencia moral de nuestros días. 

De la misma forma que los comportamientos conocidos con amigas y amantes mientras la reina permanecía impávida y cumpliendo profesionalmente su papel, colisionan y chirrían con el impulso a la igualdad y al respeto en las relaciones entre hombres y mujeres, esencial en nuestros días.   

El Rey se convirtió en un cuerpo extraño en la sociedad. Incapaz de entenderla, y demasiado mayor como para cambiar a esas alturas. La abdicación era el camino lógico en términos personales e institucionales. 

Al abandonar la Jefatura del Estado buscaba encapsular y proteger su prestigio. Sus años buenos aún quedaban cerca, y al mando del país (de sus empresas, de los principales partidos, de los grandes medios) aún estaban personas cercanas a su generación y con un juicio positivo de su obra. 

Es dudoso que lo haya conseguido, aunque soy de los que creen que la Historia será benevolente con él.