"La pirámide de los mártires asedia a la Tierra", escribió un gran poeta francés que también fue capitán de la Resistencia con los maquis.

En aquella época, Europa aún se estaba recuperando tras un intento de suicidio que había comenzado con el asesinato de sus judíos.

Su alma, su cultura, su futuro pendían de un hilo, haciendo equilibrios sobre una tela de tinieblas de la que un puñado de justos había salvado los jirones.

Y, a partir de este tejido raído, un grupo de pioneros reinventaron Europa e hicieron posible que pudiéramos volver a pronunciar su nombre sin sonrojarnos, aunque se hallaban todavía en medio de la derrota del humanismo y la civilización, con el triunfo de la cobardía a cuestas —o, por utilizar el lenguaje claro de los profetas, la resignación ante la idea de ver a los judíos como "corderos en el matadero"—.

Así nació la Unión Europea.

Manifestación en apoyo de Israel en el centro de París, el pasado octubre.

Manifestación en apoyo de Israel en el centro de París, el pasado octubre. Reuters

Fue porque conocían a Primo Levi y su Si esto es un hombre; a Kafka y su premonición de la soledad de Israel; a Malaparte y el diamante negro de sus novelas bélicas; fue porque leían, en aquel momento, la brillante Kaputt, que se abría sobre un palacio proustiano en el reino de Suecia y avanzaba luego, paso a paso, a través de un continente de horror, hacia el pogromo de Iasi, en Rumanía; así resucitaron a la princesa Europa los Padres Fundadores.

Fue el asesinato de sus judíos lo que hizo que Europa se perdiese y fue gracias a los actos de reparación que se hicieron con los supervivientes la manera en la que consiguió darse una última oportunidad de salvación.

Pero ahora, ochenta años después, tras un renacimiento de medias tintas, Europa vuelve a estar al borde del abismo.

No me refiero a su economía —que es frágil—.

Ni a su influencia cultural —que queda lejos de las deslumbrantes luces de épocas anteriores a la destrucción de los judíos—.

Ni a su soberanía política —que, como si nos encantase la idea de convertirnos en un barrio periférico del mundo, es incapaz de tomar cuerpo—.

Me refiero a este nuevo viento de desprecio que a menudo surge en los Estados que patrocinan a Hamás y hoy vuelve a soplar en nuestras ciudades.

Me refiero al modo en que, al convertir a los descendientes de las víctimas de aquel genocidio en genocidas mismos nos limpiamos las manos de la sangre de los crímenes que nosotros mismos hemos cometido y que empezábamos a expiar.

Y me refiero al hecho de que el odio antijudío —que, por supuesto, nunca había desaparecido del todo— ahora brota en las calles y es visible, de Malmö a Bruselas y de París a Madrid, y se manifiesta histriónico, vociferante.

En realidad, da igual cuántos sean.

Porque los pueblos del mundo nunca han sido antisemitas de manera unánime.

En Francia, por ejemplo, basta con que un partido supuestamente rebelde utilice la causa palestina para legitimar otra vez el más antiguo y rancio de los odios en las calles, en las universidades y en el Parlamento.

Y así se pierde la brújula moral de Europa.

Y así vuelven los tiempos oscuros y, con ellos, los "maleantes públicos" y demás psicópatas; Nietzsche ya dijo una vez que con ellos bastaba para prenderle fuego al mundo.

De ahí la concentración convocada por La Règle du jeu el lunes 3 de junio en el Teatro Antoine de París.

La Règle du jeu es la revista que fundé en 1990 con Salman Rushdie, Mario Vargas Llosa, David Grossman, Claudio Magris y los ya difuntos Jorge Semprun, Czeslaw Milosz, Amos Oz y Susan Sontag, entre otros.

Es una revista de escritores.

Es una revista creada por hombres y mujeres que, si tuvieran que volver a vivir, volverían a dedicarse a la literatura, pero que siempre se han preocupado, viviesen donde viviesen, por los ultrajados y por la lucha por los derechos humanos.

Y es una revista que, el 3 de junio, unos días antes de las elecciones al Parlamento Europeo, invitará al presidente de la Asamblea Nacional francesa y al presidente del Senado francés, a la alcaldesa de París y a antiguos primeros ministros, artistas, directores de cabeceras europeas y, por supuesto, a escritores, a reunirse en torno a una idea sencilla.

El alma de Europa está en peligro.

Parafraseando a Paul Celan, Europa debería ser la patria de los hombres y de los libros, pero vuelve a ser el lugar de los vituperios más criminales.

Para Europa no debería haber en estos momentos una entente más crucial que la que se establece con el pueblo que le dio el Libro y cuyos nombres, vivos y muertos, reciben cada vez difamaciones más violentas: la cuestión ni aparece en los debates y los principales candidatos republicanos, como si se hubiesen quedado paralizados ante el espectáculo del sufrimiento palestino, la eluden con sumo cuidado.

Nadie debería poder entrar en un Parlamento cuya primera presidenta fue Simone Veil, superviviente de Auschwitz, sin llevar en el corazón la impagable deuda de Europa con este pequeño pueblo, tan extraño, tan singular y cuya persecución ha sido siempre el síntoma más infalible de inhumanidad: ¿quién habla? ¿Quién se conmueve?

La tarde del día 3 de junio quedarán cinco días para las elecciones.

Cinco días, ni uno más ni uno menos, para que cada cual ponga negro sobre blanco sus pensamientos reprimidos. Habrá que decirlo alto y claro: el antisemitismo, en cualquier idioma, es un crimen contra el espíritu y una amenaza existencial para Europa.