La Línea de la Concepción es tan europea como Oslo. Pero es cierto que las elecciones al parlamento comunitario introducen en la vida política española un orden nórdico que provoca que nuestras estanterías (de propietarios más bien caóticos) hagan honor a la nacionalidad de la tienda en la que fueron compradas.
Su llegada puntual cada año acabado en 4 y en 9 permite observar con precisión nuestro devenir lustro a lustro. Qué estabilidad, heredera del turnismo decimonónico, se aprecia entre 1989 y 2009. Qué vértigo, en cambio, entre 2014 y nuestros días.
A lo largo de estas semanas estamos asistiendo al décimo aniversario de varios hitos importantes. Puede decirse que todo empezó algunos meses antes, con la muerte de Adolfo Suárez esa primavera. El óbito llegó en un momento de cierto simbolismo. Cundía la sensación de que la España que él ahormó cuarenta años antes tenía entonces la misma consistencia que la cadera del monarca que algunos definieron como "motor" de ese cambio.
El 24 de mayo, el Real Madrid gana la décima Copa de Europa. Al día siguiente se celebran las elecciones europeas. La autoridad no da parte hasta que el escrutinio no roza el 80%. Frotamiento de ojos ante el ordenador.
Podemos, la plataforma impulsada por el profesor de Políticas Pablo Iglesias Turrión, al que sólo el CIS había pronosticado representación con un único escaño, obtiene cinco asientos. Ciudadanos, la formación que ha salido escaldada de todos sus coqueteos estatales en paralelo a su presencia en Cataluña, tiene dos eurodiputados.
Ambas propuestas han quedado por debajo de los referentes más previsibles de su espectro ideológico –Izquierda Unida y UPyD, respectivamente-, pero el impacto es tan enorme que quedarían indeleblemente asociadas a la marca "nueva política", que imperaría en la catarata de comicios que habrían de celebrarse.
Además, aquellas elecciones fueron también el estreno de Vox, un partido surgido a la derecha del PP que, paradójicamente, se vio lastrado por el distrito único de las europeas, por lo general beneficioso para las formaciones pequeñas. Su momento llegaría después de cuatro años de "travesía del desierto".
Todo esto se llevó por delante a Alfredo Pérez Rubalcaba e impulsó el proceso de abdicación de Juan Carlos I en su hijo Felipe.
Un análisis superficial podría llevarnos a pensar que los efectos de aquel huracán pasaron hace tiempo. Que las aguas volvieron más o menos a su cauce. Bueno.
Es verdad que del empuje de aquellos partidos hoy sólo quedan unos rescoldos. El último en llegar es, curiosamente, el que más éxito ha demostrado construyendo una base sentimental de votantes que mantenga un suelo más consistente que el de sus predecesores.
Ojo: las elecciones gallegas y catalanas, así como las encuestas de cara al 9-J, demuestran que, aunque en dosis mucho menores, al elector no se le han terminado las ganas de hacer experimentos.
No: la España de hoy no se parece demasiado a la de hace un decenio. Por desgracia, no tiene nada que ver con las ansias de regeneración democrática que recorrían entonces nuestra sociedad de manera transversal. Hoy están más satisfechos los que querían derrumbar el edificio constitucional que aquellos que, simplemente, clamaban que lo necesario era una manita de pintura.
El terremoto de 2014 llevó a Pedro Sánchez a la secretaría general del PSOE. (Justo hoy cumple seis años viviendo en La Moncloa. Más tiempo ya que todos los gobiernos de UCD). Nadie ha sabido interpretar mejor la nueva realidad en su propio beneficio. Casi todos los hitos posteriores han tenido una actitud suya como detonante.
Puede que pretender que el PP se anticipara a todo este panorama sea pedir demasiado a un partido conservador. Pero no haber terminado de reenfocarse transcurridos diez años es, quizá, una espera un poco larga.
El próximo domingo hay elecciones europeas. El Real Madrid ganó anteanoche su decimoquinta Copa de Europa.