Escucho en la radio a José Manuel García-Margallo. Su voz desprende un tono lúgubre. Los presentes en el estudio de Onda Cero sospechan que algo sabe del escrutinio de las elecciones al Parlamento Europeo. Suena convencido de que habrá victoria del Partido Popular, pero que estará lejos de ser rutilante. Todo el camino que queda por hacer y bla, bla, bla.
El exministro se adhiere a un discurso muy repetido en Génova desde el 23 de julio. Ese que repite que el PP está otra vez en 1993. Decepcionado por quedarse a las puertas del Gobierno, pero trabajando para que no se escape el próximo tren.
De repente, el resultado. Como la inauguración de un retrato oficial, se descorre la cortina y ahí lo tenemos, terminado, sin haber ido viendo el proceso que lo ha llevado hasta ese producto rematado. La diferencia de apenas dos escaños no termina de traducir la distancia en puntos porcentuales, que será el hilo conductor de todo el argumentario del PP parea subrayar la rotundidad de la victoria.
De ahí que el gesto para el análisis resulte complicado de definir. Se queda uno entre el escepticismo y el regusto a limón en el paladar. ¿Apunta de verdad a un fin de ciclo? La traducción a generales está llena de trampas. La participación y el ánimo del votante son sólo algunas de las más visibles.
No hay mayor fábrica de espejismos que las elecciones europeas. Si damos por bueno el paralelismo de Margallo, estos comicios serían los equivalentes a 1994.
En aquel entonces, el PP le sacó diez puntos al PSOE. España estaba digiriendo el shock de la fuga de Roldán. Al año siguiente, el país pasó a "teñirse de azul" (disculpen el tópico periodístico) en las municipales y autonómicas.
En las generales de 1996, la distancia entre Aznar y Felipe fue de sólo un punto. El PP no podría gobernar hoy con la misma composición del Congreso que hace 28 años le hizo llegar a Moncloa por primera vez (cuando la brecha europea se redujo a cinco puntos en 1999, el PSOE pensó realmente que el regreso al poder era posible pese a venir del quilombo de Almunia y Borrell).
El mapa político de 2024 imposibilita repetir un reparto de porcentajes como el de treinta años antes. Sumemos la disparidad de panoramas entre europeas y generales antes descrita. El resultado es un batiburrillo del que sólo podrán sacar conclusiones provechosas los lápices más afilados del estuche.
Nunca el duelo entre el PSOE y el PP resultó tan desigual. Para conseguir el mismo objetivo (Gobierno de España) el primero apenas necesita perder por poco y el segundo no puede bajar de la goleada.
En Génova y en sus terminales no terminan de entender ese paradigma. De ahí que se siga razonando bajo criterios que con Pedro Sánchez resultan irrelevantes.
Que no va a poder gobernar dado el estado de sus socios de investidura porque la aprobación de los Presupuestos (¡fundamentales!) es una tarea quimérica. Como si no lo conociéramos. Convencería a los suyos de prorrogar los de 1988 si lo estimase preciso.
Por lo pronto, el resultado le permite profundizar en la matraca de las matrioskas. Y mucho nos tememos que para él es suficiente.
Entendemos que, como conclusión a un texto de opinión, es ciertamente poco sexi. Pero no nos sale otra cosa que inclinarnos por la tesis de que todo sigue más o menos igual.
Bueno, una cosa sí cambia. Terminó la maratón electoral. Salvo giro de guion por desgracia indescartable, aquí no hay más urnas a la vista que las de Castilla y León en 2026. De modo que los partidos van a poder poner al fin las luces largas. Leer la situación con calma y desarrollar estrategias más allá del cortísimo plazo.
Salir de 1993 para situarse, al fin, en 2024.