Hay zafarrancho por el cartel del Orgullo de Madrid 2024. Normal, parece diseñado por un niño muy pequeño, diminuto, aún vagamente alfabetizado, es decir, por alguien no malintencionado pero sin formación ni estética, ni social, ni política, ni festiva.
Todo esto con el perdón de los niños, claro, porque estoy segura de que esa ilustración tan cutre es perfectamente superable por cualquier criatura con ojos en la cara. Si digo que tiene algo de infantil es porque es puro estereotipo, pura simplificación. Laca y purpurina. Brocha gorda.
No es que sea un cartel homófobo, es algo peor: es feo. Muy feo. Cualquiera diría que está hecho con Paint. Lo mismo lo ha diseñado el alcalde en el rato que esperaba que la esposa le hiciera la cena, como adelantó, ahora que ya no sale nocturnamente por decoro matrimonial.
El mal gusto, en realidad, es la mayor falta de respeto. Es considerar que el de enfrente no tiene la altura suficiente para valorar el estropicio que se le encaloma, el despropósito con el que se le identifica. Es dudar de la inteligencia más básica, de la sensibilidad artística, es arrebatarle al otro la hondura y los matices. Es dar de almorzar alfalfa y decir "mastica, guapa, y sonríe, que sabe a caviar".
La desinformación es una forma de insulto.
Entiendo que la derecha ignorante (o sencillamente indiferente) ante las reivindicaciones del colectivo se sienta más cómoda reduciéndolo a la excentricidad, al histrión, al meneo de peluca. El problema es que en 2024 siguen sin entender dos cosas esenciales.
Una, que lo que a menudo ellos llaman performance o "disfraz" ha sido, sobre todo, una forma de vida y una urgencia expresiva para las personas a las que se obligó desde niñas a ser invisibles. Ese aparente exceso es libertad y es compensación, es revancha histórica contra la España gris, homogénea y recatada en la que se nos educó hasta hace no tanto.
La segunda, que el país ha cambiado y el colectivo también. Todo se ha sofisticado, todo ha empezado a detallarse. Y aunque, por ejemplo, un show drag nos siga fascinando y nos sacuda la amargura de los días iguales como pocas terapias expectorantes en la vida, resulta antiguo, limitante y superficial seguir cercando al colectivo en un pintalabios y un tacón.
¡El taconcito del cartel! El taconcito que olvida o desprecia que lesbianas y mujeres bisexuales son una parte esencial del colectivo.
Son muchas las que desde el feminismo le han declarado la guerra al zapato alzado por el imperativo sexista de tener que ser mujeres apetecibles que se hacen las altas, las espigadas y las elegantes renunciando a la comodidad, es decir, a la naturalidad y a la felicidad, que son casi lo mismo.
En realidad, todos los elementos que pueblan la estampa son ridículos y desfasados, empezando por lo naif. Esa copa de cóctel con una sombrillita hawaiana muy kitsch que dejó de fabricarse en los 90. O el dulcificado concepto de "osito" para referirse al gay de masculinidad clásica (es decir, de estética típicamente heterosexual): fornido, corpulento, peludo y abrazable. Ya fue, ¿no?
Por cierto, ¿no tiene esto algo de plumofobia?
Pero lo del condón es la repanocha. Resulta faltón, desubicado y estigmatizante. Esta no es una campaña contra las ITS ni de prevención del VIH. Supuestamente es una imagen que invita a la ciudad (y al turismo) a vivir la reivindicación y la fiesta LGTB, y, por tanto, está fuera de lugar.
De nuevo parece que la comunicación del consistorio se dirige específica y perniciosamente a hombres homosexuales. Cansa.
¿Se incluiría el dibujo de un preservativo en un cartel de la Feria de Sevilla o de San Fermines? No. Yo creo que no. Ustedes también lo saben. Y eso que en esos eventos también se tiene sexo que da gusto, y a menudo heterosexual, ebrio y callejero, como hemos podido comprobar en imágenes espontáneas de diferentes ediciones.
En este cartel no cabe la bandera LGTB. Esto es un tema. La derecha nos enseña siempre que las banderas no muerden. La de España no, al menos: "Es de todos". Será la única desdentada, porque la arcoíris cuesta calzarla en cualquier símbolo pagado con dinero público.
La alcaldía, cuando no contempla mandar el Orgullo a la Casa de Campo (las maratones de runners no, los runners por el centro el domingo tempranito cortando el tráfico sin previo aviso), disfruta de la fiesta del colectivo porque significa dinero, turismo y pátina de modernidad a nivel internacional. Pero es esteta. Olvida lo esencial: la política. La reivindicación social. El despertar crítico que lleva años en marcha. El deseo consciente de no caer en el llamado "gaypitalismo" o "capitalismo rosa", como ya advirtió el activista Shangay Lili (lo desarrollé, en su día, en este artículo).
Si nuestros derechos se convierten en moneda de cambio, estaremos perdidas. Si nos contentan dándonos el espacio justo e inofensivo que llene las billeteras de la ciudad, habremos caído. Si aceptamos que resuman una lucha que arrancó en el año 1969 en una puñetera marca "amable y divertida", supondrá una genuflexión.
No somos tan palurdas de creer, a estas alturas, que estamos politizadas por ponernos purpurina.
Nos divertiremos, como siempre, porque sabemos hacerlo mejor que nadie. Pero, sobre todo, hablaremos. Y así estamos más guapas: molestando.