De tribunal de garantías a tribunal de apelación: el TC se convierte en el Supremo del Supremo
Magdalena Álvarez sabía que cada vez que hacía una transferencia de crédito a la partida Programa 3.1L, el dinero no se usaba para cubrir las pérdidas del IFA, sino para repartir arbitrariamente las subvenciones sociolaborales.
El Tribunal Constitucional estimó parcialmente la semana pasada el recurso de amparo de Magdalena Álvarez contra las sentencias de la Audiencia Provincial de Sevilla de 2019, que la condenó por un delito de prevaricación, y del Tribunal Supremo de 2022, que confirmó la condena.
Como debo ir a lo sustancial del caso, nada diré de las intempestivas reacciones de algunos líderes del PP, así como de la previa descalificación de la sentencia del Supremo que hizo el presidente del Gobierno cuando afirmó que Álvarez era una "víctima del fango". Todos de consuno trabajando por el prestigio de las instituciones.
Tampoco me detendré en ciertas informaciones que afirman que la sentencia del Supremo se dictó por un apretado margen de tres votos contra dos, cuando las discrepancias se redujeron a la apreciación de una prueba en relación con cinco condenados, entre los que no estaba Álvarez, pero no hubo disenso en los temas fundamentales, muy especialmente en la determinación del importe del fraude: 680 millones de euros desde 2000 a 2009.
Sin ánimo de ser muy preciso, y teniendo en cuenta que no conocemos la sentencia en su integridad, sólo una nota de prensa, los grandes problemas jurídicos que ha debido abordar el Constitucional en este recurso han sido tres.
1. La siempre difícil delimitación entre sus propias funciones, como garante último de los derechos fundamentales, y las del Tribunal Supremo, como máximo intérprete de la legislación ordinaria.
La doctrina tradicional del Constitucional es la de considerar que él no puede corregir la interpretación de la legislación que haga el Supremo, salvo que esta sea manifiestamente arbitraria o errónea y suponga una violación evidente de un derecho fundamental.
"Los siete magistrados progresistas del TC han considerado que debían revisar la interpretación del Código Penal que había hecho el Supremo, y los cuatro conservadores, no"
Claro que, como quien decide estas cuestiones es el propio Constitucional, en su mano está determinar cuándo entra en el círculo reservado a la interpretación del Supremo y hasta dónde lo controla, partiendo siempre del mismo principio, que en sus propias palabras y refiriéndose al Código Penal, es que "resulta ajena al contenido propio de nuestra jurisdicción la interpretación última de los tipos sancionadores".
Tanto por las resoluciones de admisión de los recursos de amparo como por esta sentencia, sabemos que la unanimidad de los magistrados del Constitucional no ha sido la regla en el asunto de los ERE al afrontar esa delimitación de funciones entre los dos tribunales.
También sabemos que la división ha coincidido milimétricamente con las etiquetas progresista/conservador de cada magistrado. Los siete progresistas han considerado que debían revisar la interpretación del Código Penal que habían hecho unánimemente los cinco magistrados del Supremo, y los cuatro conservadores, no.
En su momento, me atreví a apostar sobre este asunto con los juristas de mi familia. Mi pronóstico ha resultado completamente fallido. Pensé que como en los últimos años los progresistas se habían mostrado muy deferentes con el margen de actuación de las Cortes Generales (recordemos cómo se opusieron en 2022 a que los recursos de amparo de la oposición detuvieran la tramitación de la proposición de derogación de la sedición) y del Gobierno (han admitido la mayoría de las justificaciones de urgencia para dictar decretos leyes), aposté que ahora serían igual de deferentes con el Tribunal Supremo.
Y al revés, los conservadores, que tanto se preocuparon con la posible violación de derechos fundamentales por parte de las Cortes y del Gobierno, ahora se mostrarían igual de preocupados y considerarían oportuno entrar en el ámbito propio del Tribunal Supremo.
Doble error. Mi limitada capacidad de análisis no me permite entender las razones de por qué no se ha mantenido la correlación en la dialéctica instituciones/derechos, que seguro que serán profundas y muy justificadas por ambos sectores. Sin que tengan que ver, como insinúan algunos maledicentes, con el hecho de que en todas esas discrepancias los razonamientos de los magistrados hayan coincidido con los intereses de los partidos que los nombraron.
2. Una vez que el Constitucional ha decidido revisar la interpretación del Código Penal que ha hecho el Supremo, la controversia se centra en dos conceptos del artículo 404, que tipifica como delito que las autoridades "dicten resoluciones arbitrarias en un asunto administrativo".
¿Son los proyectos de ley presupuestaria "resoluciones" en un "asunto administrativo"?
No, responden con convicción los progresistas, y a su favor tienen que una respuesta similar habían dado previamente tanto el Tribunal Constitucional como la Sala de lo Contencioso del Tribunal Supremo, que en su momento se negaron a admitir recursos contra proyectos de ley.
Sí, afirman los conservadores, porque primero, la jurisdicción penal es competente para definir los conceptos del Código Penal, al margen de las calificaciones que hayan hecho otras jurisdicciones (tesis tradicional que expliqué en 2019 en un artículo sobre la primera sentencia de los ERE), y porque el delito se consuma en el momento de aprobar el proyecto de ley, con independencia de lo que posteriormente decida el Parlamento.
Entiendo este último razonamiento en términos lógicos. Los condenados introdujeron el Programa 3.1L (el famoso fondo de reptiles) en los Presupuestos para poder transferir fondos al Instituto de Fomento de Andalucía y desde ese ente repartir las ayudas socioeconómicas arbitrariamente, sin ningún tipo de control, obviando toda la legislación sobre subvenciones.
"¿Por qué unas modificaciones presupuestarias, que aprueba el Consejo de Gobierno sin intervención del Parlamento, no pueden ser calificadas de 'resoluciones' si su naturaleza no es la de un acto legislativo?"
Pero en términos jurídicos no acabo de compartirla, porque supone calificar la iniciativa legislativa del Gobierno andaluz como "resolución administrativa", interpretación extensiva que prohíbe el principio de legalidad penal.
Además, parece absurdo (en su sentido técnico jurídico, ad absurdum nemo tenetur) mantener que la misma decisión jurídica (crear el Programa 3.1L) es una resolución administrativa prevaricadora y una norma legal. Norma que, a mayor abundamiento, nunca fue recurrida, ni por el Gobierno de la Nación (Aznar era presidente en los primeros años de las nuevas leyes presupuestarias andaluzas, 2002-2004), ni por el Partido Popular.
3. El tercer problema jurídico gira sobre las modificaciones presupuestarias que realizó la entonces consejera Álvarez para incrementar el presupuesto del IFA disminuyendo el de otras partidas. La sentencia del Constitucional distingue entre las transferencias de crédito que se hicieron antes de que las leyes presupuestarias de 2002-2009 recogieran el fondo de reptiles, que sí considera prevaricadoras (2000 y 2001), y las posteriores (2002-2004), que no.
Poco hay que decir sobre las primeras, pero sí sobre las segundas. ¿Por qué unas modificaciones presupuestarias, que aprueba el Consejo de Gobierno per se, y sin intervención del Parlamento, no pueden ser calificadas de "resoluciones" si su naturaleza no es la de un acto legislativo?
Desde luego, el razonamiento de que la ley presupuestaria las permitía no es nada convincente. Es más, la inmensa mayoría de las prevaricaciones consisten, precisamente, en usar una habilitación legal para dictar una resolución injusta, como se demuestra recordando algunas condenas recientes: el alcalde que, teniendo competencia para contratar, firma un contrato de asesoramiento jurídico con un amigo; el delegado de una Consejería de Industria que, teniendo competencia para otorgar subvenciones en materia de artesanía, le da una subvención a un solicitante que no era artesano, etcétera.
La consejera sabía que cada vez que hacía una transferencia de crédito a la partida Programa 3.1L el dinero no se usaba para cubrir las pérdidas del IFA (lo que hubiera sido legal), sino para repartir arbitrariamente las subvenciones sociolaborales (ilegal). ¿O sólo lo sabía en 2000-2001 (cuando la condena el TC) y se le olvidó en 2002-2004 (cuando la absuelve)?
Hasta aquí llega mi análisis jurídico. Si acaso, puedo añadir una sensación personal, agridulce y poco científica, sobre los resultados que vienen produciendo llamar las incursiones del Constitucional en el ámbito de interpretación de la legalidad penal, en principio, una tarea jurídica reservada al Supremo.
"Con esta rectificación en la interpretación hecha por el Supremo de un tipo penal, se anula parcialmente la condena por prevaricación de Álvarez y, previsiblemente, de varios de sus compañeros de gabinete"
La anterior incursión más relevante que recuerdo supuso una nueva interpretación del cómputo de los plazos en la prescripción de los delitos (STC 63/2005), cuyo resultado concreto fue que Los Albertos vieron anuladas sus condenas de prisión de tres años y cuatro meses por estafa y falsedad en documento mercantil.
Hoy, con esta rectificación en la interpretación hecha por el Supremo de un tipo penal, el resultado concreto es el de anular parcialmente la condena por prevaricación de Álvarez y, previsiblemente, de varios de sus compañeros de gabinete.
No estoy seguro de si Domicio Ulpiano en el Digesto y Cesare Beccaria en Dei Delitti e delle pene estaban pensando en interpretaciones similares cuando afirmaban que el Derecho penal tenía que correr el riesgo de dejar escapar a algunos culpables para garantizar que no se condenara a un inocente.
PD: Estando este artículo a punto de publicarse, llega la exclusiva de María Peral con el borrador del texto de la ponencia relativa al recurso de amparo que exonera del delito de malversación de fondos públicos a la exconsejera Carmen Martínez Aguayo.
Si en el recurso de la exconsejera Magdalena Álvarez el Tribunal Constitucional se permitió orillar su propia doctrina de considerar "ajena al contenido propio de nuestra jurisdicción la interpretación última de los tipos sancionadores", en este nuevo texto sigue avanzando por el ámbito reservado a la jurisdicción penal, hasta el punto de revisar las pruebas para concluir que "no llegan a demostrar" que Martínez Aguayo se pudiera hacer "una representación suficiente de que las ayudas se fueran a conceder al margen de toda finalidad pública".
Veremos cómo se desarrolla exactamente esta idea. Mientras tanto, lo que se puede decir es que tiene la apariencia de apartarse de una jurisprudencia muy consolidada del propio Tribunal Constitucional que considera que la valoración de la prueba es una función que corresponde al tribunal a quo, el primero que juzgó directamente a los acusados y frente al cual se debatieron las pruebas, correspondiendo al Tribunal Supremo revisar esa valoración.
Por eso, la función del Constitucional es muy limitada, de tal forma que sólo puede anular esa valoración si "puede tildarse de irrazonable, arbitraria o patentemente errónea" (STC 199/2013, de 5 de diciembre y otras varias similares).
No acabo de ver en el borrador que se ha filtrado cuáles pueden ser los razonamientos del Constitucional que le llevan a concluir que la valoración de las pruebas que realizó la Audiencia Provincial de Sevilla (y confirmó el Supremo) tiene alguna de esas tres características. Por lo que se sabe, lo que hace la ponencia es revisar las pruebas y afirmar que no le parecen suficientes para deducir de ellas que Martínez Aguayo se diera cuenta de que estaba cometiendo un delito.
Es decir, no es que se trate de una valoración irrazonable, arbitraria o errónea, sino insuficiente. Parece que la magistrada ponente se hubiera situado en el lugar de la Audiencia para hacer lo que le corresponde a ella, la libre valoración de la prueba (art. 741 LECrim), incluso yendo un poco más lejos que el propio Tribunal Supremo en su función de revisor de las pruebas celebradas en el juicio oral.
Si finalmente este borrador filtrado se acaba convirtiendo en sentencia vinculante, lo mismo los tratadistas que usan etiquetas para definir las instituciones deben revisar la calificación del Tribunal Constitucional como un tribunal de garantías constitucionales y llamarlo no ya tribunal de casación, sino de pura y simple apelación.
*** Agustín Ruiz Robledo es catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad de Granada y autor de 'El Derecho fundamental a la legalidad punitiva'.