El Tribunal Supremo ha condenado por agresión sexual a un policía por un "beso robado" a una detenida. En realidad hubo uno consumado, en la mejilla, y otra intentona en la boca.
El poli, que además de estar en una posición de superioridad, iba ebrio (para vergüenza del sistema, eso atenúa su responsabilidad), falló más que una escopeta de caña. Entiéndeme, como policía, infecto; pero como acosador, flojito, flojito. Desnortadillo. Un delincuente de cuarta.
Si esta parece una sentencia radical es sólo porque en España hemos hecho del manoseo una cultura, pero ahora se intuye que nos vamos civilizando. Por fin vemos que el toqueteo gratuito, si no llegase a ser delictivo, como en este caso, al menos sería invasivo y pringoso.
Por favor, ¿qué habrá mejor que desear ser tocada por alguien a quien deseas? Esa espera eléctrica es más emocionante que el contacto mismo.
Y, por otra parte, ¿qué habrá peor que ser tocada por un espontáneo que te da asco? Nada, creo. O, quizá, que el espontáneo sea, para más inri, un policía que debería estar velando por tus derechos y garantías. Un tío que va por ahí autorizado por nuestro Estado para usar la porra si la cosa se pone fea. No se puede caer más bajo.
Todo esto aún cuesta verlo en una sociedad de frases rancias y forracarpetas como "el que la sigue, la consigue" o "quien de verdad quiere un beso no lo pide, lo da". Esa es nuestra filosofía cañí de baratillo, nuestra pseudopoesía instalada en el hipotálamo.
Y aquí más de uno se la ha tomado a pecho.
Es la legitimación popular del pesado, del baboso, del notas desesperado que te calienta la oreja hasta dinamitarte la libido pero creyendo que la tienta. Tiene talento para la ficción, para la proyección. "¿Qué miras tanto, qué estás pensando?", te guiña.
Caballero, tengo la mirada perdida porque estoy pensando en el precio de los aguacates. Él chasquea, cree que le mientes para tontear. "Jajá. Los aguacates. Claro". Sus cosas. Su ramalazo de esquizofrenia.
La grada, y esto es lo peor, le ha considerado un héroe de la pesca de arrastre. Un resistente. Un soldado de la noche inasequible al desaliento.
Seguro que el policía era uno de estos especímenes. Los aventurados creadores de "pero si lo estás deseando". Jajá.
El Alto Tribunal dice cosas interesantes respecto al beso del madero, como esta: "No puede entenderse que exista un derecho de cualquier persona a acercarse a otra y darle un beso cuando la víctima no lo admite como prueba de cariño o afecto por sus circunstancias personales, familiares, o del tipo que sean, sino como un ataque personal a su intimidad y libertad sexual de consentir o no consentir quién pueda acercarse a la misma para hacer un acto tan íntimo y personal como es darle un beso".
Esta jurisprudencia es tan maravillosa, civilizada e higiénica como problemática, porque vendrán futuros casos más confusos, especialmente en un país donde dar dos besos ha sido el padrenuestro. Para las mujeres, claro, aquí está el quid de la cuestión.
Nosotras, por imperativo proxémico, tenemos que saludar con dos besos hasta al apuntador. A mujeres, a hombres, a niños. En el ámbito privado y en el público. También en las relaciones laborales. En cambio, los hombres sólo tienen que saludarnos con dos besos a nosotras: entre ellos se dan la mano o un golpe machotil en la espalda. ¿Por qué se nos ha inculcado a las hembras este exceso de cercanía o de cariño? ¿Por qué carajo tenemos que vivir bordeando la boca de absolutamente todo el mundo? ¿Por qué "magreo" es "educación básica"?
De forma secreta, sucinta, esos dos besos abren una puerta. Hay una distancia que se ha roto. Y eso influye en el tono y en la mirada hacia el otro.
Si te van a presentar a un varón y tú decides tenderle la mano para que te la estreche (como le dijo la reina Letizia a un diplomático, "dame la mano como a un hombre"), el tío te mira como diciendo: "Vaya flipada". Quedas de altiva. Se te presupone fría.
Se siente como un ataque hacia el otro, como una sospecha o un rechazo preventivo.
Es mucho más sencillo que todo eso. Hace un minuto no sabía ni que existías, tampoco te echaba en absoluto de menos, y ahora resulta que tengo que untar mi moflete con el tuyo en pos de la concordia y de la civilización occidental. Pues no me apetece.
Con los niños pequeños sucede lo mismo. "Ay, dale un besito a este auténtico fulano que nos hemos encontrado en la calle y que vi hace diez años en una frutería, ni siquiera recuerdo su nombre". Besitos, besitos. Críos educados en un afecto por prescripción parental que se confunde con cordialidad o respeto.
Así captan los niños que tienen que hacer cosas que no quieren, que no les nacen, que no les apetecen. ¿Cómo vamos a enseñarles, después, que tienen que alejarse si algún adulto les toca partes íntimas sin su consentimiento? ¿Cómo vamos a marcar límites para prevenir el abuso infantil?
¡Mujeres y niños! Qué monos, qué besables. Nos pertenecen, son patrimonio cuqui de nuestra sociedad. Podemos tocarles y tenemos acceso a hacerlo por la vía de la costumbre y de la cultura.
Mujeres y niños. A los que más habría que proteger les colocamos en el centro de la invasión física y normalizada. Ya manda dídimos.
¡Es inofensivo! ¡Sólo son dos besos!
"Dos besitos, ¿no, guapa? ¿No me vas a dar dos besos?". Ajá. Genios tácticos surgen de entre las sombras. Artillería pesada. "O tres, ¿eh? Jajá. Yo los que tú quieras", continúan. Parece que los estoy escuchando.
Estos gags suelen acompañarse de un "estás mú perdía, chula, no quieres saber ná de mí" antes de ser acosada en mitad de la Feria de Málaga por un ecuménico pinfloi con el que no hablas desde tercero de primaria. Los dos besos son su herramienta iniciática de juego. Los de despedida, aún peor. Sortean la distancia, se dejan caer destino comisura, y a ver qué pasa, ¿no? Lo mismo cae la breva.
En fin, un despropósito. Con la Covid tuvimos la ocasión de arrancarnos esta costumbre tan incómoda y no la aprovechamos.
Hagámoslo ahora, sólo porque sí. Besémonos cuando nos apetezca, no por norma. Mientras tanto, si nos vemos por los barrios o las fiestas de la vida, yo prefiero, como Letizia, que me den la mano como a un hombre.
O mejor, como a un nuevo tipo de mujer.