Ahora que he aprendido a hacer los huevos a la plancha. Ahora que les doy la vuelta con más arte que un portavoz en el Congreso a las preguntas de los periodistas. Ahora, con su yema sonrosada, cara y cara, que ya me había olvidado de la puntilla y de las patatas fritas. Hoy que es verano y desayunar con calma y colgar la hamaca y leer todos los libros pendientes es a lo que aspiro.

Tengo una docena de huevos, como en un chiste malo, que trajo mi amigo Mario el otro día de sus gallinas nuevas. Los veo en la nevera y tienen algo de avestruz, algo desproporcionado, y lo comprendo cuando al cascarlo aparecen dos yemas.

Hacer huevos para desayunar un miércoles es a todo lo que aspiro, como si el verano no pudiera ser más redondo y más naranja que ahora mismo. Uno es adulto cuando prefiere ahorrarse la última caña por la noche al borde de la madrugada con tal de tener la cabeza fresca a la mañana siguiente para poder desayunar y leer sin que se le derrumben los ojos y las ideas por la resaca.

Te vas de los amigos con una excusa, como si te esperase alguien en casa, porque es mejor que confesar que mañana quieres estar en plenas facultades, sin que te tiemble el pulso, para darle la vuelta a los huevos a la plancha.

La yema de un huevo roto es como estas tardes de tormenta en medio del verano: un oxímoron, un pecado.

Ahora que me había quitado lo de desayunar tostadas con aceite por parecerme un lujo depravado, algo obsceno, ver cómo se derramaba el chorro sobre el pan y acababa escurriendo por el plato a catorce euros el litro. Sale mejor desayunar gasolina sin plomo a cucharadas y después meterse fuego. ¡Nos hemos vuelto locos! Es como si a los chinos les saliese el arroz por un ojo de la cara.

Y entre tanto los agricultores, los olivos y el sector primario en general, en horas bajas.

Uno recuerda una sartén llena de aceite de oliva, hasta arriba, y piensa si aquello también fue una burbuja mediterránea. Porque ser rico a estas alturas, más que en tener un Aston Martin en Montecarlo, consiste en tener aceite de oliva en la despensa y llegar a fin de mes, ambas cosas al mismo tiempo.

Sólo hay que ver a los voluntarios del Banco de Alimentos en los supermercados. Cuando alguien les dona una botella de aceite de oliva virgen extra, casi le hacen la ola.

Que tiempos aquellos en los que el aceite ni lo valorábamos. Como aquel restaurante de Castromonte que no era restaurante. Era la casa de un señoruco que si la memoria no me falla se llamaba Rufino. Me llevaba mi abuelo a comer algunos días con su amigo José Delfín.

Digo que no era un restaurante porque en realidad era la casa del tipo, ponía únicamente mesa para nosotros y el menú siempre el mismo: huevos fritos, patatas, torreznos y chorizo. Y pan, claro. Un pan redondo y lechuguino de esos que el panadero coronaba haciéndole una cruz, aunque no fuese a misa los domingos.

Los huevos le salían perfectos, chorreando aceite dorado como el oro, a Rufino, que ya murió. Y me acuerdo esta tarde de él porque si no se hubiese muerto de viejo, le habrían matado de un infarto de haber visto lo que pagamos por el aceite desde hace tres años.

Es curioso que el gobierno le elimine el IVA al aceite de oliva (que ahora será sólo aceite de ol) esta semana. Será que no hay tanta clase media como presumía el otro día una ministra. Será que somos pobres, que suele empezar a notarse por lo más básico.

Cualquier año de estos habrá que pedir una subvención o un subsidio para freír los huevos. Con un par.