La concertación de intereses entre el oficialismo mediático y el ánimo persecutorio del Gobierno contra la prensa va más allá del acostumbrado apesebramiento entre los propagandistas habituales.

En España ha llegado a darse una engrasada relación simbiótica en la que los artífices de la opinión pública dan bola a asuntos de los que se alimenta el plan legislativo del poder, y a su vez el poder abre debates que establecen el carril por el que luego discurren los contenidos periodísticos.

Es el caso de la vigente preocupación de Pedro Sánchez por la "máquina del fango". Gracias a la introspección que el presidente asumió por todos nosotros, los abajofirmantes descubrieron que en España había un problema serio de desinformación. Que estaba todo lleno de fango, y que por tanto sólo cabía aplaudir la campaña de Sánchez contra los "pseudomedios" y los "bulos".

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, el pasado 1 de julio en el programa 'Hoy por hoy' de la Cadena SER.

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, el pasado 1 de julio en el programa 'Hoy por hoy' de la Cadena SER.

El periodismo desiste de su función fiscalizadora cuando renuncia a marcar una agenda autónoma y se emplea irreflexivamente en debates bizantinos coincidentes con las preocupaciones del Gobierno.

En los últimos tiempos, la prensa progresista ha ejercido de foro de discusión de todas y cada una de las veleidades de Sánchez. Tan pronto como el presidente anunció su "plan de regeneración democrática", uno de estos medios reunió a un grupo de "expertos en Derecho, Ciencia Política y Periodismo" para "analizar las causas del deterioro institucional y de la desconfianza ciudadana" y "proponer soluciones".

No parecía ser relevante para la cabecera que el debate sobre la "desinformación" y la "politización de la Justicia" sólo hubiera brotado cuando la publicación de una serie de informaciones sobre la mala praxis de Begoña Gómez condujo a una investigación judicial a la mujer del presidente.

Lo mismo sucedió cuando se planteó si efectivamente el delito de sedición debía homologarse a los estándares europeos, obviando que la discusión la abrió la necesidad del PSOE de asegurarse los votos de sus socios condenados.

O cuando se alentó la reflexión sobre si, en un país con varias lenguas cooficiales, estas debían poder hablarse en el Parlamento, soslayando que los pinganillos no tenían otra motivación que pagar el peaje por hacer presidenta del Congreso a la candidata socialista.

O cuando nos enzarzamos en una viva discusión sobre la legitimidad de la amnistía, sin comenzar por la premisa que invalidaba la cuestión de plano: que, como el resto de casos citados, no respondía a razones públicas, sino a la necesidad coyuntural de una persona.

El Gobierno no podría ejercer su función mayéutica si los medios que amplifican sus marcos no hubieran sentado antes los términos de la discusión en un sentido favorable a la cooptación política.

Los spin doctors de Sánchez encontraron en la inquietud social hacia las fake news, que los medios llevaban durante años situando como la cuestión palpitante o el tema de nuestro tiempo, el quicio sobre el que insertar en la opinión pública su denuncia de la "máquina del fango".

Pero el tema de las fake news no deja de ser uno de esos artefactos manufacturados en las facultades de ciencia política estadounidenses, que luego son popularizados por los opinadores reverenciados y se extienden y replican por todo el circuito mediático global mediante una regurgitación inercial.

El marco de las fake news sirvió primordialmente para levantar la industria del fact-checking. Pero esta tecnología, muy apropiada para los tiempos de fetichismo cientificista, encubre la trampa de hacer pasar por enunciados sujetos a verificación o falsación empírica lo que muchas veces no son sino opiniones o planteamientos políticos o morales legítimos que no pueden despacharse desde los criterios de la verdad o la falsedad.

El fact-checking nunca ha sido otra cosa que un aparato ideológico para desautorizar la disidencia de la versión oficial. Y por eso es absurdo contraponer el fact-checking al storytelling. El fact-checking es la coartada que permite encubrir el storytelling con una apariencia de veracidad incontestable.

Y es que el marco de los bulos, o del dato mata a relato, resulta inaplicable a una política que vive más allá de la mentira y la verdad, porque habita en el terreno de la ficción. Si este Gobierno es el que más ha invertido en la producción de narrativas es porque sabe que lo importante no es la verdad, sino el poder.

La oposición haría bien en entender que el marco adecuado para leer el modus operandi sanchista no es el de las cortinas de humo, sino el de la luz de gas. De poco sirve la hemeroteca si el PSOE juega al troquelado de los recuerdos entre los partidarios de la memoria democrática: ni el golpe de Estado en Cataluña ni el caso ERE existieron nunca.

Porque no es que los afectos a Sánchez no se den cuenta de que están siendo engañados: es que desean ser engañados. Y por lo mismo están dispuestos a creer que la inanidad de las medidas propagandísticas o cosméticas que se les suministra se traducirá en efectos tangibles, y este es el sentido de tantas leyes puramente declarativas.

Ante la incapacidad para mejorar la realidad, a los gobernantes sólo les queda cambiar la percepción de la misma, o bien modificar el recuerdo del pasado. Lo explica Christian Salmon, el principal estudioso de la reducción de la política al storytelling: el paso de la comunicación del poder al poder de la comunicación "es la otra cara de la impotencia política".

La política se ha visto secuestrada por su faceta teatral. Y ya decía Ortega y Gasset que los políticos son como los actores, porque no mienten, sino que representan.