Lo que se merecían los españoles es un respiro de su propio país. O quizá justo todo lo contrario. Lo que merecíamos es que nos recuerden el país que somos.
Y la Selección Española ha llegado a la final de la Eurocopa para ser ese recordatorio y para que, al menos durante un breve segundo, los ciudadanos puedan despertar del letargo y vibrar juntos.
El agotamiento social es real y se produce cuando día tras día uno no se ve reflejado en medios de comunicación, instituciones y demás instrumentos que supuestamente están para servir al ciudadano y no para hacerle la vida más difícil.
La desconexión con el discurso público sobreviene un día como una mala contractura, cuando uno decide que está cansado de seguir la actualidad porque es la actualidad la que lo persigue a uno.
Pero, de repente, los ciudadanos se imponen por fin y se produce una pequeña victoria. EH Bildu se ve obligado a poner una pantalla en Pamplona para que la gente pueda seguir a la Selección Española. Para la semifinal resulta que no lo consideraron relevante. Para la final no les ha quedado más remedio.
Bendita realidad y bendita esa manera que tiene siempre de encontrar el recoveco por el que asomarse, por el que salir a luz, por el que plantar los pies y decir "hasta aquí hemos llegado, hoy se ve el fútbol".
Bendita realidad que hace que en España estemos todos rendidos ante un chaval con brákets de 16 años de padre marroquí y madre guineana.
Bendita realidad que nos tiene a todos deseando que Nico Williams, cuyos padres saltaron la valla de Melilla, encuentre el gol que lleva buscando y mereciendo durante toda la Eurocopa.
Bendita realidad que congrega a toda la población migrante de Rocafonda, el barrio de Mataró al que Lamine Yamal dedica sus goles, delante de un televisor con la camiseta de la selección puesta. Porque no hay política de integración más efectiva que la que consigue calar en las vísceras.
Bendita realidad que lleva a Luis de la Fuente a tener que explicar en la COPE que sí, que él se persigna antes de los partidos, pero que eso se le llama fe y no superstición.
Si España no existiera, habría que inventarla.
Por suerte, existe. Y, por suerte, no se parece nada al circo político y mediático al que llevamos asistiendo últimamente. Por suerte, se parece a la Selección.
Por eso queremos verla y nos negamos a que nos roben uno de los pocos momentos que tenemos últimamente de ver una España que se parece a España y disfrutar de ello.
Disfrutar de ese lugar en el que lo que prima es el barrio, el vecino, el mérito, el orgullo, el sufrir en equipo y la remontada.
Ese lugar en el que, por supuesto que hay diferencias, pero que lo importante es cómo las trascendemos para descubrir hasta dónde podemos llegar juntos.
Ese lugar en el que un chaval negro que no ha cumplido la mayoría de edad es liderado por un entrenador que se encomienda a la Virgen de la Vega.
Qué esperanzador es saber que cuando se trata de esa España, queremos pantalla grande y un sitio en primera fila para verla bien.
Y qué esperanzador es saber que cuando España se parece a sí misma, llega a la final.