Dedicamos tanta energía a convencernos de que el futuro de la Unión Europea pasaba por mantener el equilibrio moderado en el Parlamento Europeo y el reparto habitual de los puestos de poder en el Consejo, la Comisión y la Eurocámara que terminamos por conseguirlo. Nos lo creímos y a la postre sucedió lo de siempre.

Al día siguiente comprobamos que las elecciones europeas no eran las existenciales, sino las francesas, y cuando los franceses se movilizaron para que no triunfara la derecha tradicionalmente antieuropea, sino una cosa indescifrable, nos escandalizamos como niños por los planes del húngaro Viktor Orbán para sus próximos seis meses en la presidencia rotatoria del Consejo, como si las pistas no estuviesen aquí, allí y en todas partes.

Víktor Orbán y Xi, en la reciente visita del autócrata húngaro a Beijing.

Víktor Orbán y Xi, en la reciente visita del autócrata húngaro a Beijing. Reuters

Así que lo más oportuno será aceptar que no hay semana tranquila para Europa, ni la habrá, porque Europa es un rascacielos levantado entre placas tectónicas, y mantener las estructuras requiere de voluntad y de paciencia, y después de todo de un poco de acción cuando no hay más remedio, como ahora.

El autócrata húngaro aprendió que, tarde o temprano, todos pasan por el aro. El holandés Mark Rutte, por ejemplo, quiso ponerlo en evidencia en 2021, a cuenta de unas leyes homófobas incompatibles con la Unión Europea, y abrió el debate de su expulsión. Sucedió lo de siempre, entre poco y nada, y cuando Rutte necesitó el apoyo de Orbán para ser secretario de la OTAN, lo consiguió. Sólo tuvo que humillarse con una carta pública de disculpa.

Ahora Orbán está entregado a una gira pintoresca. Viajó a Ucrania y rogó la rendición de Zelenski. Viajó a Rusia y rogó comprensión para Putin. Se dejó caer por China y se abrazó a Xi Jinping. Llegó la cumbre de la OTAN, en Estados Unidos, y posó un rato con los aliados, pero sólo ilusionado con el aspirante Donald Trump. A Orbán hay que reconocerle la ambición. Apenas representa a un pequeño país centroeuropeo, ni muy rico ni muy pobre. Pero tiene una agenda más apretada que Antony Blinken y dirige su propia compañía de patriotas dentro del Europarlamento.

¿Y cómo culparle? Sólo ocupa el espacio al que los poderosos se resignaron. Ni Alemania ni Francia quisieron ir más lejos cuando Hungría comenzó a renunciar a la democracia, y no parece que nada vaya a cambiar próximamente, con un Scholz atormentado por una coalición sin futuro y un Macron con la moral por los suelos.

Los belgas, antes de pasar el relevo de la presidencia a Hungría, pusieron el grito en el cielo. "Tenemos una Europa que avanza con dificultad, con un Estado en particular adoptando cada vez más una actitud de bloqueo y veto", dijo la ministra Hadja Lahbib, en una entrevista para Politico, con las sanciones a Rusia y las ayudas a Ucrania congeladas por la pequeña Hungría. Bélgica propuso recurrir al Artículo 7 del Tratado de la Unión para quitarle el derecho a voto: "O asumimos nuestras responsabilidades, lo que requiere coraje político y fuerza de voluntad, o creamos mecanismos disfuncionales".

Así que tenemos que elegir, dejó caer, entre el triunfo de Orbán y la degradación de Europa. Y mientras nos decidimos, un año más, la cosa empeora. Orbán exprime el escaparate europeo para darse bombo entre los enemigos de Europa, y para promocionar "una misión de paz" con resultados asombrosos, como el bombardeo ruso de un hospital infantil en la capital de Ucrania. Nos convencemos de su insignificancia para disculparnos la pereza. Pero los rusos y los chinos saben de su potencial destructivo, y Orbán sólo necesita un poco más de tiempo y no mucho más espacio para demostrarlo.