El atentado fallido contra Donald Trump es la clase de asunto que debería hacer casi imposible el texto opinativo. ¿Qué puede uno aportar? ¿Cabe añadir algo a la condena a la violencia, sin necesidad de poner la palabra "política" a modo de apellido? Las posibilidades de escribir sandeces, ya elevadas de por sí, se multiplican exponencialmente.
Pero vivimos tiempos complicados para el consenso sobre lo obvio. No han terminado los Servicios Secretos de retirar al hombre sobre el escenario y ya se difunden las conjeturas más retorcidas y las opiniones más detestables.
Quizá no fueran distintas a las que se podían escuchar tras el asesinato de los consecutivos Kennedy o el disparo contra Reagan. Pero en aquel entonces el dislate y la indignidad se despachaban en las barras de los bares que frecuentara cada uno. No contaban con el altavoz digital.
Ya deberíamos estar curados de espanto. Hay varios moldes, y nada de lo que ocurre puede salirse de ellos. De modo que cada noticia debe retorcerse hasta encajar.
Titulares ambiguos, interpretaciones suspicaces de más sobre esos mismos titulares, creadores de opinión buscando casito haciendo exhibición de su falta de humanidad, teorías de la conspiración de AliExpress, contorsiones circenses para dejar claro que alegrarse por la supervivencia de alguien no implica coincidir con él políticamente. ¡Los días que nos quedan de elucubraciones sobre la motivación real del jovencísimo aspirante a magnicida que apretó el gatillo!
Ya nos olíamos que la campaña no iba a ser la más feliz en los menos de tres siglos de democracia estadounidense. Incluso en estos tiempos de videopolítica sartoriana salvaje, en la que los acontecimientos se quedan antiguos antes de que puedan procesarse, el atentado supondrá un hito. Hacia qué dirección depende de los dos partidos.
Lo tentador es decir que ya está entre nosotros aquello con lo que la recentísima película Civil War fantaseaba en las carteleras de los cines hace muy pocos meses. Es probable que las jornadas venideras ofrezcan un espectáculo muy poco esperanzador sobre el clima social de Estados Unidos.
El piloto automático anima a decir que políticos y medios están ante un reto. La experiencia de los últimos años siembra la duda de que sean conscientes.
Dadas las pocas posibilidades de éxito, qué más dará ponerse un poco optimista. Que los tiros de Pensilvania sean aldabonazo en conciencia en vez de llama arrimándose a la mecha. Las tragedias presentidas producen una sensación extraña y culpable cuando se materializan. Como si nos hubiéramos quitado de encima aquello que nos atormentaba como hecho en potencia. Dado que, dentro de lo malo, todo ha terminado bien, confiemos en que llegue la catarsis y el tiempo nuevo.
Sepa Dios qué nos deparan los meses que nos separan de noviembre. Ahora mismo cunde la sensación de que la foto ensangrentado pulgar en alto vale un segundo mandato tras el paréntesis.
Estaba lejos de resultar un escenario deseable. Pero tal y como pinta el panorama, toca abrazar lo inevitable y esperar que Trump se demuestre un político distinto de producirse esa segunda oportunidad.
Lo que sí es seguro es que ayer fue asesinado un hombre por el simple hecho de contarse entre los asistentes a un acto político.
Aunque sólo sea por respeto a su memoria, procuremos entre todos decir las menos tonterías posibles. Perdón si en este texto ya se ha deslizado alguna.