Abrirás la puerta de tu casa, saldrás a la calle y de camino al trabajo, el hartazgo se hará nuevamente presente. Como una piedrecita que se te clava en la planta del pie y que no consigues extraer, el sentimiento se instalará en tu interior después de ver a otro turista más.
Poco a poco te darás cuenta de que has sido un observador pasivo de la progresiva transformación del lugar que habitas, pero no serás capaz de detectar cuándo se produjo exactamente el punto de inflexión. Cuándo el lugar que llamabas hogar se convirtió en una especie de parque temático para adultos que lo ojean durante una semana.
Escucharás decir que se trata de una disneyficación del entorno para tener al turista entretenido. A todo aquel que no seas tú ni tus vecinos.
El ruido del karaoke de la esquina no te dejará dormir por las noches, igual que no lo harán los dos restaurantes con fotos de sus platos en la fachada que han abierto bajando tu calle, y que ocupan los antiguos locales de la ferretería y la pescadería.
Caminarás por la avenida principal abarrotada de sandalias con calcetines y de sombrillas y riñoneras, y mirarás con estupor a las tiendas que venden delantales flamencos y vasos de chupito y cactus con forma de genitales.
Verás en las noticias las pistolas de agua y las manifestaciones masivas y las organizaciones de vecinos contrarios a la invasión de sus calles, y pensarás que eso mismo tendrías que estar haciendo tú: cuidar la esencia del lugar que habitas, proteger su legado, su cultura, luchar por eso que poco a poco está convirtiendo donde vives en una fachada de cartón.
Te intentarán convencer de que tu ciudad no tiene ningún problema con el turismo, de que todo se encuentra dentro de los parámetros de una ciudad cosmopolita que respira una economía sana. Que se trata de una actividad que genera un enriquecimiento circular.
No entenderás qué significa eso, porque no conseguirás ver adónde va a parar ese dinero del que tanto se habla. Te dirán que el dinero que entra en la ciudad se distribuye, es decir, que todos saldréis ganando, pero a ti no te llegará ni un duro. Sólo te llegarán los precios desorbitados por metro cuadrado, los cánticos a medianoche y las colas para cruzar la calle.
Te preguntarás en qué realidad viven aquellos que gobiernan tu ciudad y dicen que no existe ningún problema, porque a ti te quedará poco para empezar a buscar otro sitio donde vivir.
Te acostumbrarás a evitar ciertas zonas de la ciudad a toda costa, a dar largos rodeos y andar otros caminos si hace falta con tal de evitar a la masa. Mirarás con desdén los hombros quemados como dos tomates redondos y te preguntarás quién podría tener en algún momento el deseo o la necesidad de comprar un delantal con unos diseños tan cutres.
Te dirán que no todo está perdido, que hay formas de desactivar esa dependencia económica (y vital) del ojeador-turista en la que os han metido a todos.
Pero verás que no es así, que no hay forma de salir del círculo vicioso. Y por eso, tú también acabarás por salir a la calle. Para protestar, para gritar, para exigir el cumplimiento de tus derechos. Una mano sujetará una pancarta con la inscripción Tourists go home. La otra, una pistola de agua.
Pasarán los meses, la ola estacional amainará y un amigo te preguntará por las vacaciones de Semana Santa. Te mandará una oferta de un vuelo a muy buen precio y el enlace a un piso en pleno centro de una ciudad con muchos rascacielos y un postre que se pronuncia moqui.
Mirarás las fotos, pasarás el cursor por las imágenes, calcularás cuánto se tarda de un sitio a otro, de una plaza al templo, de un parque a vuestro piso.
Buscarás en internet itinerarios y recordarás un restaurante que guardaste en Instagram por si en algún momento la vida se daba así y acababas en esa ciudad. Apuntarás la fecha en el calendario y empezarás a fantasear con huir de la masa que acecha al otro lado de tu puerta.
Volverás a tener ese nudo anticipatorio en el estómago, el que provoca una maleta por hacer, un vuelo por tomar, una experiencia por vivir. Pensarás en los recuerdos futuros y en cómo será habitarlos, cómo harás para capturarlos.
Te preguntarás por lo genuino del lugar, lo auténtico. Adónde irán sus gentes a pasar la tarde, la forma en la que se servirá el té, cuál será el plato típico para cenar, lo que traerás de vuelta a casa para marcar y delimitar el territorio del olvido. La emoción, la diversión, el aprendizaje. La ilusión de la alegría.
No recordarás una frase que leíste en un texto sobre langostas de un escritor que se apellidaba Foster Wallace sobre cómo el turismo "implica estropear, en virtud de la pura ontología, la misma cosa no estropeada que uno ha ido a experimentar. Implica imponerse a uno mismo sobre lugares que en todos los sentidos menos el económico serían mejores y más reales si uno no estuviera".
Y tampoco pensarás (porque no, porque es más sencillo, porque es mejor así, porque no hace falta) que todos acabamos siendo el turista de alguien.