"Ya he solucionado los problemas con mis hijos. Siguen sin estudiar ni trabajar. No recuerdo la última vez que los vi entrar por la puerta sin presentar un cuadro agudo de intoxicación etílica. Tampoco se cortan en consumir otras sustancias delante de mí. Rara vez terminan una frase que me dirijan sin culminarla con un insulto. Ahí están, en el sofá. Pero he decidido que ninguna de estas conductas merezca ya reproche alguno. Todo está permitido, de modo que no hay ya el menor asomo de conflicto". 

Nadie que asistiera a este monólogo inventado señalaría a su autor como ejemplo de gobernante doméstico. Sin embargo, su equivalente en la gestión de los restos del llamado procés ha sido admitido en no pocas capas de la opinión publicada.

Nos insisten en que la investidura de Salvador Illa supone el inicio de una "nueva etapa". La fractura de 2017 ya lleva protagonizados más entierros que Melquíades Estrada. Puede que los acontecimientos de estos días sí nos hayan traído a la cabeza imágenes de sepulturas, sí. Pero de sardinas. 

Salvador Illa saluda al público que esperaba en el exterior, tras prometer el cargo como presidente de la Generalitat, este sábado en Barcelona.

Salvador Illa saluda al público que esperaba en el exterior, tras prometer el cargo como presidente de la Generalitat, este sábado en Barcelona. EFE

Sobre el papel, Illa es el primer socialista que gobernará Cataluña en solitario. Compartiríamos el entusiasmo si no fuera porque los independentistas van a conseguir trasladar la figura del "sufridor en casa" a un Ejecutivo autonómico. Verán ventiladas sus aspiraciones máximas desde el salón. 

Pero se entiende la exuberancia de aspavientos para indicar que comienza algo nuevo y que ha vuelto la institucionalidad. Eran necesarios para desviar la atención de lo que estaba pasando fuera. 

Hoy viven entre nosotros personas que dentro de algún tiempo les contarán a sus nietos con orgullo que un día se pusieron un sombrero de paja. La épica del post-procés construida sobre el material del más perezoso de los tres cerditos. 

Esta secuela de la huida de Puigdemont recuerda sobre todo a una de las mejores secuencias de Atrápame si puedes, una obra maestra no demasiado celebrada de Steven Spielberg a la que el tiempo pondrá algún día en su sitio. Son menos de cuatro minutos a los sones vibrantes del Come fly with me de Frank Sinatra

Los agentes del FBI que encabeza Carl Hanratty (Tom Hanks) tienen por fin sitiado al escurridizo Frank Abagnale (Leonardo DiCaprio). Saben que va a escapar tomando un vuelo desde el aeropuerto de Miami. El despliegue es el propio de los criminales más buscados. 

Pero Abegnale se crece en ocasiones como estas. Desde su posición de falso piloto de PanAm convoca un concurso de azafatas que le permite pasearse por las instalaciones escondido entre un séquito de bellezas con las que pasa inadvertido mientras atrae todas las miradas. 

Ha dejado un señuelo. Hay un tipo de uniforme dentro de un coche. Cuando un agente avisa a Hanks de su presencia, se encaminan triunfales para proceder, al fin, a la detención. Pero resulta ser alguien pagado para estar en ese punto y así vestido. Asustado, les dice a los federales que la tarea encomendada era recoger a alguien. Les enseña el cartel con el nombre apuntado. Pone "Hanratty". El público lo celebra, porque este es uno de esos filmes en los que todos vamos con el delincuente.

Será una etapa nueva, pero seguimos siendo el pringado de la película.