Quien diga que los Juegos Olímpicos (y el deporte en general) no tienen puntos de contacto con la política, o no sabe nada de deporte, o no sabe nada de política.
Un ejemplo de ello son las historias de dos deportistas que han participado estos días en los Juegos de París. Historias paralelas en el fondo, pero completamente opuestas en la ejecución.
Él es Fernando Dayán Jorge, un joven de 25 años que participa por tercera vez en unos Juegos Olímpicos y que en Tokio 2020, representando a su país, se colgó la medalla de oro al cuello. Ella es Kimia Yousofi, una joven de 28 años que también participa por tercera vez en unos Juegos Olímpicos y que en Tokio 2020 fue uno de los abanderados en la ceremonia de inauguración.
Él es piragüista, ella velocista. Él es de Cuba, ella de Afganistán. Él vive en Florida, ella en Sídney: ambos viven en el exilio.
Fue en marzo de 2022, meses después de uno de sus mayores éxitos profesionales, meses en los que Fernando vio y vivió la realidad cubana fuera del mundo del deporte de élite, cuando comprendió que había llegado el momento de marcharse. Se encontraba en una concentración con otros piragüistas cubanos en México, y fue allí cuando el oro olímpico de Tokio se fugó para dejarlo todo atrás: su medalla, su familia, sus amigos, su país.
Kimia Yousofi nació en Irán de padres afganos que huyeron del anterior gobierno talibán de mediados de los 90. A los 16 años regresó a su país para entrenar y tener la oportunidad de representarlo en los Juegos Olímpicos de 2016. En 2021, en torno al comienzo de los Juegos de Tokio, en torno al momento en el que los talibanes volvieron a cerrar sus garras sobre Afganistán, Kimia huyó definitivamente de un país en el que no se le permitía vivir.
En París 2024, Fernando desfiló por el Sena bajo la bandera del Equipo Olímpico de Refugiados; Kimia lo hizo junto a la bandera verde, roja y negra de Afganistán. Él decidió decirle que no a su bandera y ella decidió agarrarse a ella con todas sus fuerzas.
Ambos tomaron esta decisión tan distinta, tan personal, tan vivencial, con un mismo fin.
Él escogió renunciar a su bandera, a su himno, a sus colores para no formar parte de la farsa de un gobierno tirano que ya usó en el pasado su éxito deportivo como instrumento de propaganda para proyectar una imagen positiva de unos dirigentes corruptos, de una situación económica nefasta y de una sociedad devastada.
Ella escogió seguir junto a la bandera que le fue arrebatada a su país en 2021 y ser la voz de todas esas mujeres a las que el nuevo gobierno había silenciado, prohibiendo su participación en deportes, prohibiendo su educación, prohibiendo prácticamente su existencia, su vida.
Ella quería representar a su país, con todos sus defectos, precisamente por ellas, por la esperanza de que este viaje, este escaparate global, arrojase algo de luz sobre la forma en que se trata a las mujeres en Afganistán. "Esta es mi bandera, este es mi país", dijo Kimia. "Esta es mi tierra". Y no pensaba renunciar a ella.
Santiago Posteguillo escribió en Las legiones malditas que el súbdito es para el tirano lo que la herramienta para el artesano. "Hablando con propiedad, el tirano no ve a su alrededor seres humanos, sólo bueyes, caballos y, en todo caso, esclavos".
Fernando y Kimia se hartaron de ser herramientas, meros peones al servicio de unas ideas conminadas por unos dirigentes despóticos. Él sabía que el Gobierno cubano se apuntaría un tanto con su figura y ella sabía que los talibanes ni la mencionarían.
Ambos hicieron exactamente lo mismo, él rechazando representar a su país y ella abrazándolo con todas sus fuerzas: rebelarse contra la imposición de seguir siendo las dóciles marionetas que bailan al compás de unos dirigentes opresores.
Pudieron hacerlo porque sabían dónde estaban enganchados esos hilos. Se dieron cuenta de qué era lo que sus respectivos Gobiernos querían de ellos, por dónde les querían llevar, cómo querían aprovechar (o silenciar) sus logros, sus vidas.
Tuvieron la valentía de ver el engaño. De coger las tijeras para decir "no conmigo". De cortar esos hilos para dejar de ser prisioneros. Y de enarbolar la bandera que más incomodaba a sus gobiernos para luchar por la libertad.