Una máxima elemental debería regir la escritura de los columnistas, analistas y editorialistas: si tu enfoque coincide con los términos del argumentario del Gobierno, detente un momento a reflexionar.
No son pocos los periódicos que han aventado una lectura de la toma de posesión de Salvador Illa este sábado como el fin oficial de la escapada del independentismo catalán. Es decir, un calco de la propaganda monclovita que ha lubricado la operación Illa durante un año: cuando haya un president socialista en el Palau de la Generalitat, quedará probado que todo el ignominioso rosario de claudicaciones ante Junts y ERC habrá merecido la pena.
Sería injusto no concederle al nuevo Ejecutivo socialista el beneficio de la duda. Pero lo cierto es que los retratos del Salvador catalán como el sepulturero de la enajenación indepe, al margen de sus hechuras mortecinas, están movidos más por un desiderátum que por la evidencia de que vaya a ser Illa quien ponga el último clavo en el ataúd del procés.
El proemio a su mandato resulta de todo menos halagüeño. El socialista ha refrendado la mitología histórica nacionalista al proclamarse "el 133 presidente de la Generalitat" en su discurso de investidura. Ha jurado el cargo en ausencia de la bandera española. Y en su acuerdo con ERC, ha reconocido a Cataluña como nación.
Hay quien bendice esta vacuna de pequeñas dosis de nacionalismo al entender que se trata de guiños maquiavélicos carentes de traducción real, sin advertir que consiste más bien en un unionismo homeopático que sólo servirá para permitir a la enfermedad seguir creciendo mitigada por un efecto placebo.
Toda la estrategia sanchista descansa sobre este voluntarioso pragmatismo. Una ingenua temeridad que considera inocuas las mercedes otorgadas al separatismo (todas en la misma dirección de desarbolar la presencia del Estado y la idea de España en Cataluña), como si el logro de apartar a los independentistas del poder bastase por sí mismo para revertir la lógica de desnacionalización. Si se entrega a los independentistas todo lo que reclaman salvo la independencia, se puede decir que esta se ha alcanzado de facto. Máxime cuando ya se le ha prometido a Cataluña la soberanía fiscal.
Por eso, aun concediendo que la investidura de un president no separatista sea síntoma del repudio de la mayoría de los catalanes a la amortizada ópera bufa de la secesión, no se pueden dar tan alegremente por periclitadas las dinámicas disolventes.
A lo sumo, lo que ha acabado tras la segunda evasión de Carles Puigdemont es el estadio de la charanga del procés. Ahora se abre su fase seria, institucional, y nada permite augurar que vaya a resultar menos lesiva. Más bien al contrario.
Porque es cierto que las performances irredentistas del prófugo ya sólo enardecen a un puñado de lánguidos yayoindepes. Pero ¿acaso no fue el Gobierno de España quien sacó del ostracismo al histrión que se pudría en Waterloo, gracias a su rehabilitación como kingmaker de la política española?
Ello permite aventurar que la homologación bilateral por el Gobierno de las metas nacionalistas resultará en verdad peor que dejar que se consuman en su empecinamiento en la vía unilateral. A la postre, reviste un impacto corrosivo mucho mayor que desde el Estado español se oficialice el relato nacionalista, tal y como hiciera el PSOE en los acuerdos de investidura con Junts y ERC y en la exposición de motivos de la Ley de Amnistía.
¿Qué importa que el procés haya muerto en Cataluña si todas sus dinámicas se han contagiado a la política nacional? El PSOE, contaminado tras tanto contacto con la retórica soberanista de sus socios, ha hecho migrar al resto de España (discurso del lawfare mediante) sus principales expresiones: la polinización de las instancias arbitrales, el desacato al Poder Judicial motivado por el fundamentalismo democrático, la marginación de la oposición y el fomento del paradigma plurinacional.
Así pues, parafraseando el lema que se grita en la proclamación de los nuevos reyes británicos, digamos juntos: El procés catalán ha muerto, ¡larga vida al proceso español!