Cuando Civil War, la película del galardonado director Alex Garland, se estrenó la pasada primavera en los cines hubo dos reacciones aparentemente irreconciliables. La que le acusó de clickbaitear a la audiencia y la que le aplaudió por dibujar un horizonte tan crudo como "inquietantemente realista".

Ambas eran fáciles de prever. A fin de cuentas, la película muestra una guerra civil en una versión no especialmente futurista, y sí bastante actual, de Estados Unidos. De ahí las palabras del crítico Carlos Boyero al poco de abandonar la sala: "A más de un espectador le podría ocurrir que le sacudieran los temblores ante la posibilidad de que lo que consideramos ciencia ficción pudiera hacerse real".

En Civil War, Garland nos habla de un enfrentamiento armado entre dos facciones. De un lado la federal, liderada por un presidente de Estados Unidos al que se esboza como un tirano. Del otro, una alianza de secesionistas encabezada por Texas y California que es la que parece llevar la voz cantante y la que avanza inexorablemente hacia Washington.

Ese es el contexto de una trama protagonizada por cuatro periodistas que deciden partir de Nueva York, una ciudad sumida en el caos, rumbo a la capital con idea de entrevistar al presidente antes de que los secesionistas asolen la Casa Blanca y le den matarile.

Por el camino, que tardan varios días en recorrer, los protagonistas se topan con puestos de control propios de lugares como Mali o Sudán, campos de refugiados, milicias locales tomándose la justicia por su mano, francotiradores, ejecuciones sumarias y fosas comunes.

Es en uno de esos momentos cuando la fotoperiodista Lee Smith, interpretada por Kirsten Dunst, cuela uno de los mensajes que, en opinión de muchos críticos, Garland pretendía transmitir a la audiencia estadounidense: "Cada vez que sobrevivía a una guerra pensaba que había enviado un mensaje a casa: no hagáis esto. Y, sin embargo, aquí estamos". 

Pero como suele suceder con casi cualquier producto cultural, la discusión en torno a Civil War no tardó en diluirse con el paso de las semanas. Más rápido de lo esperado, incluso, dado que Garland se esmeró por no parir una película abiertamente partidista evitando, así, que pudiera utilizarse como arma arrojadiza. 

Sí, el presidente tirano puede recordar a Donald Trump, pero no hay que olvidar que para los seguidores más acérrimos del expresidente, los enemigos de la libertad se encuentran en el Partido Demócrata y en las élites que promueven la "dictadura woke".

Las acusaciones de totalitarismo, allí, vuelan en las dos direcciones

Además, la alianza contraria al ocupante de la Casa Blanca está compuesta por California, feudo del Partido Demócrata en el universo real, y Texas, una de las regiones más conservadoras del país.

En cuanto a las personas que se van encontrando los periodistas durante su periplo, las pocas que dejan entrever algún tipo de pensamiento político ("¿de dónde eres?", pregunta un tipo de uniforme antes de asesinar a un periodista hongkonés) lo hacen desde el anonimato. No se sabe a qué bando pertenecen, ni con quién simpatizan, ni tampoco lo que pretenden

En resumen. Dado el cuidado puesto por Garland en dirigir una película lo suficientemente ambigua como para no poder abochornar con ella al pariente que vota mal en la cena de Acción de Gracias, la conversación en torno a Civil War se esfumó más pronto que tarde.

Ni siquiera el intento de asesinato sufrido por Trump el pasado 13 de julio en Pensilvania a manos de un veinteañero llamado Thomas Matthew Crooks, o el que casi sufre este domingo a manos de un cincuentón llamado Ryan Wesley Routh, la han devuelto al candelero. 

En ambas ocasiones, los medios estadounidenses han optado por viajar al pasado.

Hay quien ha sacado el nombre de Malcolm X, el activista negro asesinado en 1965.

Hay quien ha sacado los nombres del también activista negro Martin Luther King y del presidente John F. Kennedy, ambos asesinados en 1968.

Hay quien ha sacado el nombre de Gerald Ford, que presidió Estados Unidos entre 1974 y 1977, y sufrió dos atentados con tres semanas de diferencia en 1975.

Y hay quien ha sacado de la chistera a Ronald Reagan, víctima de un tiroteo en 1981, poco después de salir elegido presidente. 

Los ejemplos no están mal traídos y recurrir a ellos para advertir sobre el preocupante clima político de la primera potencia del mundo es más que pertinente. Sin embargo, tampoco resultaría descabellado asomarse a Civil War en busca de alguna que otra pista sobre los polvos que pueden llegar a desembocar en un horizonte como el que vemos en pantalla.

Sobre dónde nos puede llevar esa fantasía que parece gobernar la cabeza de algunos estadounidenses: "Esto se soluciona pegándole un tiro al presidente".

Puede que la película de Garland no sea "inquietantemente realista". Pero el último par de meses han demostrado que, de todas las distopías imaginadas, la suya se encuentra bastante más cerca de lo deseable.