Txapote. Guridi. Gadafi. Kantauri. Olatz. Anboto. Amaya. Aguirrebarrena. Mobutu. Carasatorre. Y la lista sigue.
Nombres para recordar. Asesinos y colaboradores que verán su pena reducida por una enmienda de Sumar. Una enmienda que deroga la disposición que evitaba convalidar las penas de presos etarras que ya habían cumplido previamente condena fuera de España.
Una enmienda aprobada en el Congreso por unanimidad.
Hablo con mi padre por teléfono. Le pregunto por esa época. Por la época en la que era raro que el telediario no abriese con el asesinato de un policía, de un guardia civil, de un militar, de un político o un juez.
Esa época en la que España estaba teñida por el color del miedo que te congela la sangre en las venas y te deja la respiración atascada en el pecho.
Esa época en la que era un acto reflejo mirar debajo del coche, por si acaso.
Esa época que para mi generación resulta borrosa, lejana, incluso incomprensible.
Le pregunto por compañeros y conocidos. Hacemos juntos ese ejercicio de navegar por la memoria para burlar el olvido, para evitar el desconocimiento, para sortear la incomprensión.
Me habla de Paco Casanova, subteniente del Ejército de Tierra, a quien conoció cuando estaba destinado en el cuartel de Pamplona y que fue asesinado en agosto de 2000. En su garaje. Tres tiros en la cabeza. Uno en la mano. Su hijo de once años fue el que encontró el cuerpo sin vida de su padre.
Me habla de Ignacio Mateu Istúriz, a quien conoció brevemente en 1978 en el curso selectivo en la Academia General Militar de Zaragoza. Fue durante este curso cuando su padre, el juez José Francisco Mateu, fue asesinado por el comando encabezado por Henri Parot. Delante de su casa en Madrid. Un tiro en la nuca.
Ignacio quiso ingresar desde un principio en la Guardia Civil, pero su padre se lo advirtió: con un miembro de la familia amenazado ya era suficiente.
Sin embargo, después del asesinato de su padre, después de que se cumpliese ese presagio que pesaba sobre la familia desde hacía años, Ignacio solicitó una gracia especial al rey para hacer el traspaso a la Guardia Civil. Para ayudar a acabar con la tragedia que vivían tantas y tantas familias en España.
Para honrar la memoria de su padre y ayudar a acabar con ETA.
Ocho años después del asesinato de su padre, en julio de 1986, cuando formaba parte del GAR, le tocó a él. Cerca de la casa-cuartel en la localidad guipuzcoana de Aretxabaleta. Una bomba-trampa en el monte. Su compañero murió en el acto. Él, en la ambulancia con las piernas amputadas. Le quedaba poco para casarse.
Se hace el silencio en la línea. Pero hubo muchos, dice mi padre, muchos más. Fue una auténtica escabechina.
Pienso en estos tres asesinatos. En todos los demás. En la tragedia. En la enmienda. En la reducción de condenas. En las palabras "es por los derechos humanos".
Y la realidad resulta absolutamente incomprensible.
No se entiende el empeño en dar facilidades y privilegios en aras de no sé qué derechos a asesinos. No se entiende el empeño de blanquear lo inblanqueable, de indultar y silenciar auténticas carnicerías.
Y no se entiende, por hiriente, por ofensivo, por retorcido, el afán de acallar y relegar al olvido el miedo y el dolor y el desgarro de tantas familias.
Más de un total de 300 años de prisión borrados con una votación, anulados con una firma. Dicen que es para evitar pagar dos veces por el mismo delito, non bis in ídem. Que esto tiene que ver con los derechos humanos.
Pero ellos lo saben tan bien como el resto. Es el resultado de una simple transacción, de un intercambio. Estos presos por esos Presupuestos, como ya anunció en su día Arnaldo Otegi.
El Gobierno sabe que es un deshonor, sabe que es una mezquindad, un escupitajo en la cara de las víctimas de ETA. Sabe que es una indecencia, porque no hay años suficientes en una vida humana para pagar por estos delitos. Igual que no hay perdón ni corrección ni reparación que alivie esto, que disculpe este trato, esta injusticia. Esta maldad.
Sencillamente, no lo hay.