Un llavero de Hello Kitty tintineaba en las manos de una niña, que sobre los hombros de su madre, coreaba: "¡Un techo es un derecho!". Y en medio de la manifestación, rodeada de miles, pensé: "¿Por qué estoy aquí?".
Son las 9:00. Ding-Ding. "Particular alquila precioso apartamento de 25 metros cuadrados. Dos meses de fianza y mes de garantía. Imprescindible contrato de trabajo con antigüedad + 6 meses y sueldo de 2.400 € aprox. + DNI o NIE (no tarjeta roja) por 900 €".
Jesús bendito. Allá que voy.
Mis amigos me dicen que me ponga camisa y mocasines con calcetín blanco. A mí ya me parece absurdo empezar por ahí, pero venga, sí. Camisa y mocasines.
Me dejo un ricito torero asomando por el flequillo y espero a la casera en el portal. Yo voy con el guion aprendido después de varios intentos fallidos. Nada más llegar me reconoce. Le sonrío y me dirijo a ella. Marisa [nombre de casera villana ficticio].
Llegó con su marido. Ella, gafas de titanio plateadas y agua de colonia de Álvarez Gómez, parecía una mujer de esas que dedica su vida a la repostería y a pasear los domingos por la sierra. Él era más de ver el fútbol en el bar con su gorra de propaganda y su camiseta de Maradona con el estampado #10 Leyenda.
Allá que nos subimos los tres hasta el quinto para ver su piso de 900 € y 25 metros cuadrados. Marisa abrió la puerta de aquel zulo. Yo sonreía como Julia Roberts y mentía como José Luis Moreno. Caminábamos como cangrejos por la casa mientras pensaba cómo parecer más tonta, más inocente. Más de lo que ellos ya pensaban que era.
Haciendo matemáticas con los metros cuadrados y el mobiliario acepté mi destino como el que acepta un café amargo o una caña mal tirada. Entonces, Marisa sacó un talonario de cheques y me ofreció la reserva del piso por un valor de 300 €. Y acepté. Y di saltos de alegría. Y su marido gruñó como gruñe un primate. Y pensé "la vida aguarda algo bueno para mí".
Esa noche me acosté en el mismo colchón de 90 tirado en medio de un salón que venía acogiéndonos a mi novia y a mí durante algo más de dos semanas. Nuestra vida empieza ahora, le dije. Y nos besamos. Y nos dormimos.
La mañana de después, Marisa nos tumbó la esperanza y el piso. Algo de que nuestro contrato de trabajo no era lo suficientemente antiguo ni demostrable. Sentí que no éramos lo suficientemente válidas para tener una vivienda, otra vez.
Me acordé de mi anterior casero, al que le encantaba que me hiciera la tonta cuando se estropeaba la lavadora. De las fianzas desorbitadas, las duchas llenas de pelo, las cucarachas.
Shit. Empieza la búsqueda de nuevo.
Me aprietan las bragas de Ghlain Klain y Romina, de Seattle Properties, me pregunta por qué motivo busco piso. Jajá. Me pregunto si los agentes inmobiliarios fueron niños alguna vez, si jugaron en el parque, si se enamoraron perdidamente. ¿Habrá dedicado Romina un bolero?
Si tú me dices ven, lo dejo todo
Si tú me dices ven, será todo para ti
Mónica García, ministra de Sanidad, dijo durante una entrevista que nuestro sistema sanitario público es todo un lujo. Un lujo asiático, como diría mi padre. Pareciera que estuviéramos en un pueblo de Wisconsin y que un catarro me fuera a costar un riñón. Y yo, que de lujos conozco pocos, sé que tanto la sanidad pública como la vivienda digna son ambos derechos constitucionales. Lo mismo te venden un análisis de orina que un sótano sin ventanas. Y los caseros, peor que Paquirrín vendiendo pulseras.
Hemos conocido a uno nuevo. Patinaban en sus dientes las eses. ¿Quién se quedará con el piso? ¿María, a la que acaban de romper el corazón? ¿Thomas, un alemán que ofrece el doble de dinero? ¿O nosotras? Por lo pronto, le escribo un wasap:
"Buenos días. Nada, reiterar nuestro interés en el piso. Buena mañana y que Dios reparta suerte".