Amanece en Malibú. Pega el sol, suenan los pájaros. Pío, Pío.

Pían como los ángeles. 

Una mujer se mira en el espejo. Todavía con los restos de máscara de pestañas de anoche, se lava la cara y saca el Ceravé.

La cantante Cher junto a Bob Mackie en la Met Gala de 1974.

La cantante Cher junto a Bob Mackie en la Met Gala de 1974. GETTY IMAGES

Frota un ratillo. El glamour es pegajoso.

Después del skincare saca un par de pinzas del cesto de la ropa. Se vuelve al espejo. Engancha músculo elevador del ángulo de la boca, músculo depresor del labio inferior, músculo cigomático mayor y menor, párpados, cejas y nariz.

Con precisión, los lleva a la parte de atrás de su cabeza, y con varias pinzas, los engancha. Tersa y brillante se baja al comedor de su mansión para la primera comida del día. Le esperan un vaso de agua y una nectarina. 

Ligerito. 

Luego zumba, yoga, acroyoga, meditación, escalada, tiro con arco, natación y pegarse a muerte en un ring con Beyoncé.

¡Good morning America! Ya despertó Cher

Reapareció en el escenario hace unos días en la ceremonia del Rock and Roll Hall of Fame. Elegantísima, más guapa que nadie. Cantaba Believe como la Cher de los 90, con esa voz que hipnotizó los viajes largos de coche desde que tengo memoria.  

Y cómo se mueve la tía. 78 tacos. Ni más, ni menos. 

Dua Lipa andaba por allí también. Llevaba una melenaza morena y le tendía la mano de vez en cuando como las nietas a las abuelas al cruzar la carretera, por si las moscas. Y fue cuando las vi a las dos, juntas sobre el escenario, que pensé: estamos, en efecto, ante un live action de la película La Sustancia

La última de Coralie Fargeat es como subirse al saltamontes después de haber cenado gachas con panceta y tocino. Una sátira perfecta y salvaje que gira en torno al lugar en el que las mujeres de la farándula trenzan sus temores: la vejez.

Vaya, que no te pueden colgar las chichas del brazo en Hollywood. Y lo de arrugarse, ni te cuento. 

Y es que cuando vi salir a Demi Moore en la pantalla de los Golem casi me caigo de la butaca. 61 años que parecen 40.

La cosa es que la buena de Demi se está haciendo mayor y su jefazo, que está a un carajillo de convertirse en Santiago Segura, necesita carne fresca para su programa de gimnasia, extremadamente sensual, que se emite en televisión. 

Y como en toda historia repetida, un hombre feo acaba por conseguir que una mujer haga lo inimaginable para ser lo suficientemente sexy para él. 

Aquí entra en juego el elixir de la juventud. Y Demi se lo chuta en vena. Y de sus entrañas sale una Demi mejor. Más joven, más guapa, más hot. La perfectísima Margaret Qualley. ¿Y qué pasa cuando una mujer es guapa y joven? Que es imparable. Y esto es una soberana mierda.

Porque ni Demi, ni Cher, o Madonna, deberían parecer chavalillas de instituto. 

Tenemos que desgastar las caras. Parecer mujeres tristes. Flequillos y entrecejo. Rompernos los huesos en el parque. Que floten las dentaduras en un vaso Duralex. Vamos a fruncir el ceño como lo hacía Lola Flores y a quemarnos las manos en la sartén. Vamos a ser guapas con las palabras.

Y es que parece que la vejez sea viajar en turista sin aire acondicionado, cuando en la vejez hay un encanto. Una rebelión. 

Dice un amor mío que tengo por ahí: "No vas a estar más guapa. Cada día vas a tener más desgaste. Más arrugas. Te puedes defender con vitaminas y bótox, pero la vida tiene peso propio". 

Y es así. Al cajón nos tenemos que ir tranquilas y con las tetas caídas.