Entre los variados intentos por descodificar la victoria de Donald Trump en las elecciones presidenciales del pasado martes, los atónitos exégetas han llegado a manejar una teoría de cierta rusticidad pero de aparente verosimilitud. Tal vez se trata, simplemente, de que a los votantes republicanos los mueve la refractaria mitología de un pasado glorioso.
Resulta irónico, en primer lugar, que sean los partidarios demócratas quienes achaquen la pérdida de fe en el futuro a sus rivales.
Porque no es sólo que los apoyos de Trump crecieran notablemente entre las generaciones más jóvenes, a las que se ha ganado tras incorporar en su discurso el registro de la memética digital. Es que, mientras que la candidatura republicana alimentaba, Elon Musk mediante, proyecciones estimulantes y vivaces del cariz de la colonización de Marte, la candidatura de Kamala Harris tuvo por monotema la decadente y nihilista causa del aborto.
Aún así, está la evidencia arrojada por una encuesta de la CBS, que halló que mientras que el 63% de los votantes demócratas considera que el mejor tiempo de Estados Unidos está por llegar, el 57% de los republicanos piensa que los mejores días de su país están en el pasado.
Pero es falaz inferir de esta distribución demoscópica de la esperanza el supuesto carácter reaccionario del proyecto de Trump.
De hecho, el movimiento MAGA (Make America Great Again) no está diciendo "volvamos a los buenos tiempos de Estados Unidos", sino "hagamos que lo venideros sean tan grandes como los mejores tiempos de Estados Unidos".
El movimiento MAGA no es un programa de reacción, sino de restauración.
Patrick Deneen, uno de los intelectuales que más ha influido en el nuevo Partido Republicano, escribió que la derecha debe abogar por un "cambio de régimen" para revertir el "totalitarismo progresista", en la forma de una "restauración de las buenas costumbres".
Es decir, de una "revolución contra la revolución".
Un proyecto que encaja perfectamente con la definición de restauración que diera hace setenta años el filósofo español Rafael Calvo Serer.
La restauración no es conservadora porque no consiste en el mero mantenimiento de un orden anterior. Ni tampoco reaccionaria, porque no aspira a la restitución de ese orden perdido. La restauración es la superación dialéctica de la antítesis revolución-reacción. Es una "revolución restauradora".
O sea, una contrarrevolución.
La nueva derecha encarnada en figuras como Trump ha entendido que la reacción no es posible ni deseable. Y al mismo tiempo, frente al conservadurismo burgués mainstream, que tampoco queda mucho que conservar. Por lo que se precisa de una reforma intelectual y moral. Una renovación sin revolución.
De lo que se trata es de rescatar de las ruinas de la civilización liberal-progresista lo que debe ser salvado. Porque, dice Calvo Serer, "si la revolución supuso una ruptura, se hace necesario restaurar esa tradición". A saber, realizar históricamente la "tradición que construyó y fundamentó a Occidente".
Pero "este regreso, esta vuelta al pasado, no es querer dar marcha atrás a la rueda de la historia, sino que se quiere asegurar la rueda en su eje, y si se retrocede es para cobrar fuerzas y dar un brinco mayor".
Al contrario, ha sido el Partido Demócrata quien ha abrazado un programa conservador, al presentarse como el garante del statu quo. O incluso por un programa reaccionario, apelando a una fe en el progreso que, lo crean o no, se ha desvanecido en gran parte de los ciudadanos.
Los demócratas (y con ellos sus correligionarios transatlánticos) siguen viviendo en el mundo de ayer de las sociedades abiertas y el Estado social y democrático de Derecho. Siguen atrapados en el bucle melancólico de la "pax tecnocrática", como la ha llamado Ferran Caballero en estas páginas.
El columnista de UnHerd Sam Kahn va un paso más allá: "Los demócratas se quedaron encallados en los setenta". Con su defensa de la ampliación de los derechos sociales, la campaña de Kamala ha consistido eminentemente en "volver al momento en el que el impulso del progresismo social se estancó, y tratar de volver a poner en marcha el reloj".
Los centinelas del orden democrático no han sabido reajustarse a los parámetros de la actual era posliberal. Varados en la "época de la globalización feliz", como la llama Esteban Hernández, los progresistas han perdido el compás epocal.
Porque no han levantado acta del cambio del eje político que opera en nuestros días: la competición ya no es entre la izquierda y la derecha clásicas, sino entre el populismo nacionalista y el socioliberalismo globalista. Y la mejor prueba de que esos clivajes tradicionales se están evaporando es que ha sido el Partido Republicano el que en las últimas elecciones ha materializado las históricas aspiraciones electorales del Partido Demócrata: un frente amplio de minorías de clase trabajadora.
Y es que si los demócratas y sus homólogos europeos permanecen en el paradigma del neoliberalismo progresista del tipo Bill Clinton o Tony Blair, los republicanos sí han asumido que el tiempo del neoconservadurismo reaganiano ya pasó.
El GOP reestructurado por el trumpismo ha sabido identificar la dirección actual del movimiento histórico: una pendiente declinante que está engendrando un ímpetu reconstructor. Un tiempo de excesos revolucionarios que llaman a restablecer el orden quebrantado.
En ese sentido, Trump y el resto de derechas posliberales del mundo no representan una vocación de regreso, sino un anhelo restaurador de resurgimiento, de renacimiento. Una tercera vía entre la reacción y la revolución que pretende rehabilitar los principios perennes de la tradición cristiana occidental, sepultados por las desviaciones materialistas, racionalistas e individualistas.
El resurgir de realidades como la patria, el pueblo y la nación no se explica desde la óptica de la involución, sino desde un afán por retomar el acervo intelectual propio y repristinar la tradición.
Y no con una pretensión inmovilista. Al contrario, y como recuerda Calvo Serer, "la restauración es una empresa del futuro". Porque el programa restaurador, sintetizado en "crítica de lo presente, reconstrucción del pasado y regeneración para el porvenir", no responde a otra máxima que a esta:
"Hay que extraer del pasado los grandes principios rectores del mañana".