La apropiación de las tierras de los campesinos, la creación de granjas colectivas y la organización de la producción y distribución desde la autoridad central eran un experimento innovador que en 1921 empezaba a producir resultados: decenas de miles de personas morían de hambre en la región del Volga.
Esto molestaba a Lenin, no tanto por las personas que morían como porque estaba convencido de que los países capitalistas se alegrarían de sus males.
Lo que hicieron fue mandar ingentes cantidades de ayuda, y esto le fastidió aún más porque contradecía su idea de lucha de clases.
Posiblemente habría renunciado al auxilio, pero la situación era crítica. Incluso los marineros de la base naval de Krondstadt, que habían estado a la cabeza de la revolución, se habían sublevado.
Incapaz de controlar la realidad recurrió a la propaganda, y así creó la Ayuda Internacional de los Trabajadores. Dependiente de la Komintern, y con sede en Berlín, tenía una misión secundaria de recabar ayudas de las organizaciones obreras occidentales y una principal de intentar tapar con ellas las capitalistas.
Lenin puso al frente a Willi Münzenberg, que poco a poco pasó de imprimir panfletos para pedir comida a fundar clubs de lectura y crear editoriales. Cuenta Arthur Koestler que en 1926 ya era propietario de dos diarios de circulación masiva en Alemania y del semanario Arbeiter Illustrierte Zeitung, una revista con una tirada de un millón de ejemplares.
Desde Alemania el trust Münzenberg se extendió por todo el mundo, y en Japón llegó a controlar directa o indirectamente diecinueve periódicos y revistas. También tenía una productora cinematográfica (Mezhrabpomfilm) y una distribuidora (Prometheus) a través de la que llegaban a Europa películas de propaganda soviética como El acorazado Potemkin.
Además, Münzenberg (con la inestimable ayuda de su mano derecha Otto Katz) financiaba a la vanguardia artística de Weimar y controlaba a Bertolt Brecht y a Erwin Piscator.
Münzenberg servía para todo. En 1928, Stalin le encargó orquestar una campaña internacional de "pacifismo", y en 1931 convencer al mundo de que la construcción del canal del mar Báltico, que empleaba como esclavos a 170.000 prisioneros políticos, y en la que al menos 25.000 de ellos se dejaron la vida, era en realidad un proyecto humanitario de reinserción laboral.
Pero el mayor triunfo de Münzenberg fue aprovechar en su favor las corrientes emocionales y la moda intelectual y política del momento. Consiguió penetrar en la cultura de la época (desde Alemania hasta Francia, desde Cambridge y el círculo de Bloomsbury hasta Hollywood) y usarla para definir lo que era anticuado (el capitalismo) y lo que era moderno (el marxismo).
Y para lograr convertirse en una especie de árbitro de la moda global se adaptaba a la local.
Si lo que preocupaba a los liberales estadounidenses era la segregación, los tentáculos de Münzenberg presentaban a Stalin como el paladín del antirracismo.
Si en Inglaterra había que combatir las rígidas costumbres victorianas, Stalin se convertía en un modelo de tolerancia.
Así, el represivo régimen soviético consiguió enrolar como espías a Guy Burgess y Anthony Blunt, a la vez que usaba como esclavos a 3.000 homosexuales.
Hoy diríamos que Münzenberg era un maestro construyendo 'marcos mentales' y creando "relatos" con los que sustituir la realidad. Así pudo transmitir una versión diluida (la dosis completa los habría matado) del estalinismo a los intelectuales occidentales, que luego se convertían a su vez en prescriptores.
Münzenberg, consciente de su ingenuidad y de la facilidad con la que los engañaba, se refería a ellos como "los inocentes".
Tal vez su mayor éxito publicitario fuera conseguir ponerse a la cabeza de la ola antifascista que recorría occidente y ocultar que el "antifascismo" de los Frentes Populares estaba siendo capitaneado en la sombra por un totalitarismo igual de siniestro.
En septiembre de 1939 el fascismo de Hitler y el "antifascismo" de Stalin llegaron a un acuerdo y la guerra comenzó.
Münzenberg aprovechó en favor del régimen soviético la moda intelectual del momento y un complejo de culpa muy occidental.
Por eso, observar los movimientos políticos y culturales del siglo XX sin tener en cuenta a Münzenberg y la Komintern produce perplejidad, como ver alfileres moviéndose en la superficie de una mesa sin saber que debajo hay alguien usando un imán.
¿Existe hoy algo parecido?
Ahora mismo vivimos una potentísima moda sustentada por una mezcla de culpa y postureo moral (cuyas principales manifestaciones son el feminismo de género y el apocalipsis climático), y que no ha sido creada por los enemigos de Occidente, pero de la que sin duda se están aprovechando.
De momento, cuando vean con sorpresa a prescriptores (políticos, medios, influencers o culturetas) que se niegan a condenar dictaduras, se alinean con teocracias, defienden a periodistas-espías, o proponen decrecer con argumentos ecológicos, sospechen.
Todos ellos suelen ser baratos, y bajo la mesa hay un imán.