Cuando el 2 de octubre de 2009 el COI designó a Río de Janeiro como sede de los Juegos de 2016, Brasil crecía a una media del 6% anual y su presidente, Lula da Silva, líder del Partido de los Trabajadores, disfrutaba de una enorme popularidad. Sus indudables logros -creación de empleo, expansión del crédito y del consumo, reducción de la pobreza extrema, disminución de las brechas sociales- causaban admiración y eran alabados en todo el mundo. Barack Obama llegó a calificar entonces a Lula como "el presidente más popular del planeta".
Siete años después la realidad es muy distinta. Cuando esta noche se inauguren los Juegos, encabezará los actos un presidente interino, Michel Temer, hombre de centro y líder rival del Partido de los Trabajadores. Lula fue detenido en marzo y, aunque fue inmediatamente puesto en libertad, está imputado por corrupción. Su protegida y sucesora, Dilma Rousseff, está siendo sometida a un impeachment por motivos similares y, apartada provisionalmente del cargo, podría tener que abandonar la Presidencia del país.
Fin del milagro
A la inestabilidad institucional hay que sumarle el fin del milagro económico. La economía brasileña se contrajo un 3,8% en 2015 y las previsiones para este año no son más optimistas. Las protestas sociales han vuelto a las calles y, en el actual contexto de crisis, las arcas brasileñas deben hacer frente a un fuerte incremento del gasto público para cubrir el transporte, la sanidad y la seguridad.
Es lógico que en este ambiente se haya abierto en el país el debate sobre la idoneidad de celebrar los Juegos, dada la enorme inversión que conllevan, y que se cuestione también su legado. Los excesos y las irregularidades detectadas en la organización del pasado Mundial de Fútbol han echado más leña al fuego.
En el plano organizativo se ha cuestionado la calidad de las infraestructuras y servicios de la Villa Olímpica, pero los defectos y carencias han sido puntuales y menos graves de los que se había apuntado de forma alarmista hace unas semanas. En cuanto al virus zika, que llevó a varios deportistas a cuestionarse su participación, parece haberse disipado. La labor de fumigación contra el mosquito que lo transmite ha alejado el peligro. Y en cuanto a la seguridad, Brasil ha sacado el Ejército a la calle para neutralizar la amenaza terrorista que mantiene en vilo a medio mundo.
El dopaje
Desde el punto de vista deportivo, lo más polémico ha sido la resolución del COI sobre la participación de la delegación rusa, una vez que se descubrió que Moscú había establecido un sistema de "dopaje de Estado". Para muchos analistas se trata de una sombra que mancha la competición y que pone en entredicho la honestidad de todo el deporte olímpico. El debate se toma ahora una tregua pero proseguirá tras los Juegos.
Una vez levantado el telón, el espectáculo deportivo dejará estos problemas en un segundo plano. Pero esa gloria olímpica, que durará hasta el 21 de agosto, día de la clausura, será el canto del cisne de un país que se halla sumido en una grave crisis política y económica. El sueño de Lula, de Rousseff y del Partido de los Trabajadores ha acabado hecho añicos.