La victoria del conservador Mark Rutte en las elecciones holandesas supone un gran alivio para Europa. Su principal contrincante, Geert Wilders, que durante meses lideró las encuestas, abogaba por seguir los pasos de Reino Unido y sacar al país de la UE. La movilización del electorado, particularmente en las zonas urbanas, ha evitado esa posibilidad.
El resultado permite además contener un posible efecto contagio en Francia, que debe ir a las urnas dentro de un mes, y en Alemania, que lo hará después del verano. Tras el brexit y el triunfo contra pronóstico de Donald Trump en EE.UU., los comicios holandeses eran el primer test del año para comprobar la fuerza del populismo.
Sin embargo sería un error pensar que la remontada de Rutte sirve para pasar la página de los movimientos antieuropeístas y xenófobos o para cerrar la sangría de los partidos tradicionales. De hecho, el gran derrotado es el socialdemócrata Partido del Trabajo (PvdA), que se desploma y se convierte en un partido irrelevante.
Sólo una batalla
Es cierto que la victoria de los conservadores holandeses garantiza que el proyecto europeo sigue vivo. Hubiera sido una catástrofe que uno de los países fundadores de la Unión se diera de baja. Pero una vez que los grandes partidos europeos le han visto las orejas al lobo, deben saber reaccionar.
La herida de la socialdemocracia sigue agrandándose en todo el continente y obliga a sus líderes a iniciar una profunda revisión de sus planteamientos. Los conservadores, a falta de mejores argumentos, se han visto en la necesidad de adoptar parte de la retórica populista por miedo a quedarse en la cuneta. Por todo ello, no cabe echar las campanas al vuelo. Las elecciones de Holanda deben servir de estímulo. Este miércoles sólo se ha ganado una batalla al extremismo, pero habrá otras.