Este fin de semana se ha creado una situación insólita en un régimen democrático de separación de poderes. El Gobierno se ha subido a la cresta de la ola de la indignación popular, como si intentara encabezar las manifestaciones contra la sentencia sobre La Manada, y las asociaciones de jueces y fiscales han cerrado filas defendiendo su independencia y pidiendo la dimisión del ministro de Justicia Rafael Catalá.
Formalmente el Gobierno mantiene el estribillo habitual de que respeta y no comenta las decisiones judiciales, pero casi hubiera sido mejor que hubiera verbalizado sus críticas. Porque patrocinar una reforma exprés del Código Penal y airearlo en el prime time de la televisión, como ha hecho Catalá, supone sugerir que los jueces están tan alejados de la conciencia ciudadana, que sólo reformando las leyes que deben aplicar se logrará cerrar esa brecha.
Esto supone echar gasolina al fuego de la protesta y poner al estamento judicial a los pies de los caballos. Por muy extendida y transversal que sea la crítica a la resolución de este caso concreto, el Gobierno no puede perder los papeles de la serenidad y mucho menos hablar de “pasar a la acción”, como confusamente propuso ayer Fátima Báñez.
La ministra no sabe expresarse
Cualquiera diría que la ministra de Trabajo no es capaz de expresarse en castellano porque añadió que "la acción significa que la sentencia no es firme y las partes ya han anunciado que van a recurrir y eso es una buena noticia porque tenemos una oportunidad de que las conductas tan viles se castiguen de manera ejemplar”. A menos que Fátima Báñez esté proponiendo concentrarse primero ante el TSJ de Navarra y luego ante el Supremo, para presionar a los magistrados que entiendan sobre los recursos, de esa reflexión se deduce lo contrario de su premisa: no hay que “pasar a la acción” sino esperar, con confianza en la Justicia, las resoluciones de los tribunales superiores.
Máxime cuando, como venimos diciendo desde que analizamos la sentencia, en los hechos probados por el tribunal se describe minuciosamente una situación de intimidación y este es, junto a la más dudosa violencia, uno de los dos elementos que configuran el delito de agresión sexual o violación. Es decir, que hay razones fundadas para pensar que jueces más expertos y sabios que los de la Audiencia de Pamplona modificarán la calificación y elevarán las penas, a partir del mismo relato fáctico.
Sólo, si apuradas todas las instancias, la sentencia saliera intacta del Tribunal Supremo, tendría sentido el argumento de que el problema en la interpretación de los delitos sexuales es la falta de sensibilidad de los jueces y no cabe otra solución sino obligarles a aplicar una ley mucho más clara y severa.
La crítica de las resoluciones judiciales es parte integral de un régimen democrático. Y es inevitable que junto a las emitidas con respeto y rigor, se produzcan otras de carácter zafio y hasta soez. En su artículo de este domingo, muy compartido y comentado en círculos jurídicos, María Peral subrayaba el sinsentido de que Pablo Iglesias descalificara con su habitual brocha gorda una sentencia de 370 folios a los quince minutos de conocida. Pero eso es parte del pluralismo y en el pecado de la demagogia tendrá el líder de Podemos la penitencia de su menguante apoyo social.
La línea roja cruzada por el Gobierno
El único que no debe nunca criticar una sentencia judicial, ni explícita ni implícitamente, es el Gobierno porque encarna otro de los poderes constitucionales y la independencia entre ellos es la base del Estado de Derecho. Es muy posible que sea conveniente reformar la tipificación del delito de agresión sexual en el Código Penal y tiene todo el sentido que haya juristas que lo señalen ahora. Pero el Gobierno nunca debía haber vinculado esa reforma a una resolución judicial concreta y menos cuando hierve la protesta en la calle.
Esa es la línea roja que, en opinión de todas las asociaciones de la carrera judicial, ha cruzado irresponsablemente el Ejecutivo. Y resulta muy significativo que el diagnóstico sea el mismo desde la óptica conservadora como desde la progresista, desde la propia asociación de juezas o desde las asociaciones de fiscales, cuando, en definitiva, la representante del ministerio público pedía la condena por violación. Esta unanimidad, que suponemos quedará reflejada en una comunicación pública del CGPJ, no significa gremialismo sino defensa de los fundamentos mismos de la Justicia.