Con la muerte de Alfredo Pérez Rubalcaba, no han tardado en aparecer loas de propios y rivales. Cuando alguien muere en España es común que se engrandezcan los méritos y que se omita cualquier tacha. En el caso de Rubalcaba se ha podido comprobar el flagrante contraste entre la monotonía de los elogios y el carácter polémico que mantuvo el político socialista hasta el momento mismo de su retirada hace cinco años. Es probable que su discreto retorno a la docencia durante este lustro haya servido de amortiguador, dulcificando su imagen.
Es innegable que Rubalcaba ha sido una de las grandes figuras de la historia política posterior a la Transición. Aparece en el Gobierno de Felipe González como secretario de Estado de Educación, para ocupar esta cartera ministerial y de ahí convertirse en ministro de Presidencia y portavoz durante la turbulenta legislatura entre el 93 y el 96.
La historia de Rubalcaba se escribe, a continuación, a través de su actividad y maniobras dentro del aparato del PSOE. En el año 2000 apoya a José Bono para la secretaría general en el congreso socialista en el que, por un margen muy apretado, resulta elegido José Luis Rodríguez Zapatero. A partir de ese momento, el político cántabro atraviesa por un período de intensa desubicación hasta que logra reengancharse -y reinventarse hábilmente- como el hombre clave de Zapatero en Ferraz y el interlocutor del PP en lo relativo a lucha antiterrorista.
Ambición frustrada
Con Zapatero, Rubalcaba ostenta primero la portavocía socialista en el Congreso para convertirse en ministro del Interior y asumir más tarde la vicepresidencia y ser -de nuevo compareciendo cada viernes- la cara visible del Gobierno. Una vida intensa, volcada en la política donde sólo le faltó el último escalón: llegar a ser presidente.
La frustración de esa ambición puede atribuirse a las circunstancias adversas en las que aspiró a la Moncloa, con la crisis económica golpeando a España y el hundimiento que para el PSOE supusieron los ajustes económicos que Zapatero tuvo que acometer, obligado por Europa.
Hay quien cree, sin embargo, que Rubalcaba no logró la presidencia del Gobierno porque, si bien era un animal político con habilidades que hoy resaltan sus más encarnizados rivales, carecía del tirón mediático o el carisma de otros líderes como su propia competidora Carmen Chacón.
Político poliédrico
Bien es verdad que, a pesar de virtudes innegables como la inteligencia, la sagacidad y el conocimiento profundo en las materias de su competencia, no faltan las sombras en su hoja de servicio. Corresponden a aquellos momentos en que supeditó el interés general al del PSOE. Si con el Gobierno de Felipe González fue el encargado de encubrir las responsabilidades políticas de los GAL, como interlocutor de Aznar condicionó la colaboración del PSOE al indulto de Vera y Barrionuevo por el llamado Caso Marey.
Sobre Rubalcaba pesa también el estigma de ser el impulsor del asedio a la sede del PP el sábado 13 de marzo de 2004, cuando alentó la idea de que el Gobierno de Aznar mintió intencionadamente sobre los atentados de Madrid. Y si en su haber político cuenta con el mérito de haber participado en conseguir el final de ETA, él era el titular de Interior cuando estalló el escándalo del Caso Faisán, con el famoso chivatazo policial a los etarras.
Estamos seguros de que la Historia reserva un lugar destacado para Alfredo Pérez Rubalcaba, a mitad de camino entre el estereotipo arcangélico que se ha difundido en las últimas horas y la caricatura de genio tenebroso a lo Fouché que también le acompañó siempre. Rubalcaba ha sido un político de carne y hueso que si en ocasiones supo manejar los resortes del país en interés de su partido, en otras -como la abdicación del Rey Juan Carlos- contribuyó a que el partido sirviera lealmente al Estado. Nadie dudará, en todo caso, de que con su perspicacia, su habilidad y su vocación apasionada Rubalcaba va a quedar en el recuerdo como un político en el sentido integral y poliédrico del término.