El Consejo de Ministros, reunido de forma extraordinaria el domingo, aprobó de forma urgente la aplicación del estado de alarma en todo el territorio con la excepción de Canarias, liberada por sus buenos datos epidemiológicos.
Ante la petición de diversas autonomías de un respaldo jurídico del Gobierno a las medidas de confinamiento, el Ejecutivo ha reaccionado con el único instrumento que -aquí y ahora- permite que las Comunidades puedan tener un margen legal para medidas restrictivas que se irán aplicando en función del impacto en cada territorio de la pandemia. Y lo hace con idea de que dure hasta el 9 de mayo, aunque esto depende de la ratificación del Congreso.
Urgencia justificada
Este nuevo estado de alarma es sensiblemente distinto al de la primera ola, por cuanto su aspecto más coercitivo es el de limitar la movilidad nocturna, la que da lugar al ocio desbocado que se ha visto que es, en gran parte, el germen de esta segunda. De momento, el toque de queda por norma general se impone entre las 23.00 y las 6.00, si bien las regiones tienen flexibilidad para atrasar o adelantar una hora este lapso temporal. Del mismo modo, cada Comunidad tendrá perfecta habilitación para regular la movilidad interna y externa.
La premura del Gobierno en que el mismo domingo entrara en vigor el estado de alarma refuerza la idea del drama que se nos avecina, y, frente a la batalla política vivida entre el Ejecutivo Central y la Comunidad de Madrid, medidas tan rotundas deben ser bienvenidas. Especialmente cuando en el espíritu de este nuevo estado de alarma se ha tratado de hacer compatible la seguridad sanitaria y la reanimación de una actividad económica, deslavazada por el primer confinamiento.
Conciencia ciudadana
Es verdad que la clase política en su conjunto no ha estado a la altura: que la gresca partidista -con la moción de censura como epítome- ha robado un tiempo precioso para negociar cómo habría de afrontar España la segunda ola de la Covid-19. Por el medio queda el optimismo del Gobierno en julio ("hemos vencido al virus") refutado este mismo fin de semana con el mensaje del presidente de "disciplina social, resistencia, unidad y moral de victoria"; también el optimismo de Fernando Simón, que hace tan sólo unos días hablaba de una "fase de estabilización de los contagios previa a un posible descenso".
Al margen de que gran parte de la población pueda estar en razonado y legítimo desacuerdo con la gestión, tardía y confusa, que el Ejecutivo ha demostrado. A pesar de que el propio Gobierno dejó pasar un tiempo precioso para prepararnos para esta segunda ola, ahora hay otra prioridad: la responsabilidad de cada ciudadano para que el semáforo se ponga en verde cuanto antes. Y a ello ayudaría, qué duda cabe, un clima de proactividad y consenso entre todas las fuerzas políticas.
Ya no nos podemos permitir volver a ir por detrás del virus. Ni centrar esfuerzos en buscar culpables en mitad de la tormenta.