La detención este domingo del líder opositor Alexéi Navalny, que volvía a Moscú tras ser envenenado en agosto de 2020 y sufrir un coma del que fue tratado en Berlín, demuestra que el poder omnímodo de Vladímir Putin en la Rusia de hoy ha alcanzado cotas de satrapía posmoderna.
Alexéi Navalny, de 44 años, es el principal líder opositor a Putin. El primero con auténtica voluntad de oposición entre ese magma de pequeños partidos opositores tolerados por el régimen y que no representan el menor peligro para el presidente de la Federación Rusa.
Que Navalny tiene la firme voluntad de convertirse en el rival más peligroso de Putin en décadas lo demuestra el hecho de que haya decidido volver a Moscú tras ser envenenado con novichok, un agente nervioso desarrollado en la Unión Soviética en la década de los 70 y que sigue siendo utilizado hoy por los agentes del Kremlin.
Hace falta valor, en fin, para volver a Rusia conociendo el destino de aquellos que en algún momento del pasado pasaron de ser etiquetados como pequeñas molestias (algo que no sólo no molesta al régimen, sino que le permite fingir credenciales democráticas frente al resto del mundo) a ser etiquetados como serias molestias.
En esa categoría militan, o militaban, opositores a Putin como la periodista Anna Politkovskaya, que fue asesinada frente a su apartamento tras sufrir un primer intento de envenenamiento que no acabó con su vida.
O el empresario Mikhail Khodorkovsky, que vegeta ahora en una prisión de Siberia.
O el abogado Sergei Magnitsky, que fue torturado hasta la muerte en prisión.
Que Navalny no es un simple oportunista, como cree esa parte de la sociedad rusa que devora la propaganda generada por el régimen de Putin, lo demuestra su rechazo del pacto que el presidente, según varios medios internacionales, le ofreció hace ya meses: su vida a cambio de un discreto, y silencioso, exilio.
Pocos apuestan hoy por un final feliz para Navalny, pero algunos detalles juegan a su favor. En primer lugar, el revuelo que ha generado su caso en la UE. Pero, sobre todo, el apoyo de la nueva Administración de Joe Biden, que ya le ha prestado su apoyo por boca de Jake Sullivan, futuro consejero de Seguridad Nacional del nuevo presidente.
Compromiso con Rusia
La detención inmediata de Navalny al entrar en Rusia prueba dos cosas. La primera, su compromiso con el futuro de su país.
La segunda, la inexistente piedad de Vladímir Putin con sus opositores.
Recordemos cómo el Servicio Penitenciario Federal de Rusia, el temido FSIN, emitió a finales del pasado año una orden de detención contra Navalny por no presentarse ante la Justicia rusa cuando se encontraba convaleciente de su intento de asesinato.
Opositor pragmático
En realidad, Navalny no es un opositor ideológico.
Navalny no clama por la democracia o por los derechos humanos, que en Rusia son vistos por una buena parte de la población como trampantojos de las decadentes sociedades occidentales, sino contra la corrupción del régimen. Contra el lamentable estado de las infraestructuras rusas. Contra aquellos que medran alrededor de Putin y amasan en pocos meses fortunas de origen desconocido.
Navalny ha cuajado como opositor a Putin porque su oposición no es partidista. Prueba de ello es su iniciativa del voto inteligente, que llama a votar por aquellos partidos, ya sean comunistas, nacionalistas, liberales o de cualquier otra ideología, que tengan posibilidades reales de dañar a las candidaturas apoyadas por Putin.
Navalny es, en resumen, un pragmático. Y de ahí su peligro para un régimen que se asienta sobre una sociedad desideologizada. Que el apoyo a Navalny es firme entre la sociedad rusa lo demuestra ese 27,2% de los votos que consiguió cuando se enfrentó por la alcaldía de Moscú al actual alcalde, Sergei Sobyanin, en 2013.
Injerencias rusas
La vista en la que se decidirá el futuro de Navalny, que fue condenado a tres años y medio de cárcel por unas acusaciones como mínimo dudosas, tendrá lugar el próximo 29 de enero.
Las democracias occidentales deben aprovechar el caso de Navalny, al que Putin ni siquiera menciona por su nombre (se suele referir a él como "ese hombre del que usted me habla"), para actuar contra un régimen autocrático que ha azuzado las peores prácticas de la Guerra Fría. Desde la aniquilación del disidente hasta su pulsión enfermiza por interferir en la política interior de terceros países.
La alargada sombra de Vladímir Putin se extiende desde la Cataluña golpista hasta Donald Trump. Allá donde aparecen elementos desestabilizadores de la democracia, aparece una conexión más o menos explícita con Moscú. Tristes hitos que el mundo civilizado no puede dejar impunes y sobre los que debe vacunarse con algo que el exespía de la KGB detesta: la verdad.