La declaración de inconstitucionalidad del primer confinamiento decretado por el Gobierno en marzo de 2020 ha provocado un seísmo en el escenario político español, todavía convulsionado por los ecos de la polémica en relación con las protestas contra la dictadura cubana y por los de la crisis de Gobierno ejecutada por Pedro Sánchez el pasado sábado 10 de julio.
Por seis votos frente a cinco, el Tribunal Constitucional (TC) ha aprobado la ponencia presentada por el magistrado Pedro González-Trevijano en la que se defiende la tesis de que el confinamiento decretado por el Gobierno fue en realidad una suspensión del derecho fundamental a la libre circulación y no una mera limitación.
El resultado ha sido ajustado y ha comportado alguna sorpresa. La vicepresidenta, Encarnación Roca, perteneciente al sector progresista, se ha inclinado por la inconstitucionalidad del decreto ley que dictó el Gobierno. A su voto se han sumado González-Trevijano, Antonio Narváez, Santiago Martínez-Vares, Ricardo Enríquez y Alfredo Montoya, propuestos por el PP.
En contra del recurso se han pronunciado el presidente Juan José González Rivas; el magistrado Andrés Ollero, propuesto por el PP; y tres magistrados cercanos al PSOE: María Luisa Balaguer, Juan Antonio Xiol y Cándido Conde-Pumpido.
Consecuencias de calado
Las consecuencias de la decisión del TC son pequeñas en la práctica (las multas impuestas durante el confinamiento serán anuladas, aunque no cabrá reclamación alguna de los ciudadanos por la inconstitucionalidad del confinamiento), pero de mucho calado en lo político.
A la polémica sobre el fallo se añade el dato de que, como informa hoy EL ESPAÑOL, el presidente del TC, Juan José González Rivas, intentó retrasar el fallo para no perjudicar al nuevo Gobierno.
Alega el Gobierno que el confinamiento, el "más estricto del mundo", como defendió el ministro de Sanidad Salvador Illa en su momento, salvó vidas. Pero ese no es el debate. Porque también las habría salvado un confinamiento decretado a partir de la declaración del estado de excepción, la herramienta legal prevista por la Constitución para la suspensión de derechos fundamentales como el de la libre circulación.
Un debate muy costoso
El problema de fondo es que el estado de excepción habría requerido para su aprobación del sí del Congreso de los Diputados. Y ese debate habría sido muy costoso políticamente para el Gobierno.
Entre otras razones, por las connotaciones cuasibélicas del estado de excepción y por la evidencia de que bajo su vigencia, los derechos fundamentales de los ciudadanos quedan suspendidos, no simplemente limitados de forma temporal.
Falsean la realidad, en fin, los que afirman que las medidas adoptadas por el Gobierno habrían sido mucho más duras de haberse amparado para el paraguas del estado de excepción. Porque las medidas habrían sido las mismas. Sólo que ajustadas a derecho.
El estado de alarma, además, permitió al Gobierno esquivar varios de los controles asociados al estado de excepción. Lo cierto es que el Ejecutivo optó por el camino de menor resistencia y que menos castigo electoral y reputacional comportaba a corto plazo. Pero esa era también la vía menos sólida desde el punto de vista jurídico.
En la práctica, el Gobierno sólo aplazó durante unos meses las consecuencias de su decisión. Es probable que en el cálculo haya jugado una evidencia elemental: la de que es preferible un varapalo jurídico que un varapalo electoral en las urnas.
Mención aparte para una de las principales taras del escenario político español: la tardanza con la que llegan las sentencias del TC, cuando todo el daño ha sido hecho ya, y la utilización de esas sentencias por parte de los partidos para sus cuitas particulares.
Pecados menores, en cualquier caso, en comparación con la enésima irresponsabilidad de Podemos, un partido cuyo único afán es el de reventar la credibilidad de las instituciones españolas y generar la máxima crispación social posible, y que ha llamado al TC "tribunal voxtitucional".