Las evocadoras palabras de Mohamed VI del pasado viernes demuestran que la voluntad de reconducir las relaciones entre Marruecos y España es recíproca.
Es cierto que, durante el discurso anual con motivo de la Fiesta de la Revolución del Rey y el Pueblo, el monarca alauí admitió que la "confianza mutua" está lejos de ser la deseable.
Pero, a diferencia de tantas ocasiones, restó importancia a las fisuras del presente y enfatizó la necesidad de abrir "una nueva etapa inédita" entre las dos naciones.
El discurso, pues, es un nuevo ejemplo de la mejora de las relaciones bilaterales desde que José Manuel Albares asumió el Ministerio de Asuntos Exteriores en julio. Y revela que los guiños cómplices a un lado y otro del Estrecho ya trascienden las paredes diplomáticas.
Da buena muestra de ello (también) que Moncloa, como publicamos hoy en EL ESPAÑOL, haya ofrecido un debate "sin tabúes" a Rabat para abordar ciertos asuntos de marras. Asuntos que van del Sáhara Occidental al cerco marroquí de Ceuta y Melilla.
De modo que se vislumbra el inicio de una fase de deshielo que pretende colocar la ficha en el punto de partida de principios de año, y sellar una nueva vecindad con el país magrebí.
Una alianza sólida y orientada al largo plazo que no tiene una importancia menor en un contexto internacional tan agitado.
Una relación constructiva
El número de desencuentros protagonizados por España y Marruecos a lo largo de la última década es profuso y a todas luces perjudicial para los intereses del país.
Sin ir más lejos, Ceuta todavía paga las consecuencias de la entrada masiva de 10.000 inmigrantes a suelo español como respuesta a la acogida en secreto del líder polisario Brahim Ghali. Y el país entero la exclusión de nuestros puertos de la Operación Paso del Estrecho.
De ahí que el mensaje de Mohamed VI invite al optimismo. Porque no parece destinado únicamente a resolver una crisis puntual, sino a marcar una relación constructiva para ambas naciones.
Y porque representa una oportunidad para fortalecer la cooperación antiterrorista, resolver las disputas comerciales y servir de puente entre Rabat y Bruselas, habida cuenta de la condición de España como frontera sur del continente.
Buenos vecinos
Las buenas sensaciones, en cualquier caso, no pueden cegar al Gobierno, que debe andar con pies de plomo en unas conversaciones donde Marruecos parte con una posición de fuerza. En gran medida, por su sintonía con Washington.
Una estrecha relación que envalentonó a Rabat durante la crisis primaveral y le empujó a adoptar medidas tan extraordinarias como la retirada de la embajadora en Madrid, Karima Benyaich.
Tampoco se pueden pasar por alto los temas que Marruecos pondrá sobre la mesa. Sobre todo, el reconocimiento de la soberanía del Sáhara Occidental, el estado de las fronteras de Ceuta y Melilla y el solapamiento de las aguas jurisdiccionales con Canarias.
Asuntos particularmente sensibles donde España tiene mucho en juego y debe marcar con claridad sus líneas rojas.
El Gobierno, en fin, ha de obrar con prudencia y tino para sacar partido de la oportunidad que tiene por delante.
Nada menos que un acuerdo con Marruecos que cierre las heridas abiertas, devuelva la tranquilidad al Estrecho y arranque el compromiso bilateral de volver a ser buenos vecinos.