El Consejo de Ministros dará hoy una primera lectura al anteproyecto de la Ley Castells. Un texto que aspira a renovar la educación universitaria y que pretende modificar tanto los itinerarios como las titulaciones, las condiciones para la creación de centros o la situación del profesorado universitario.
Sin embargo, y a la vista de los detalles que se conocen hasta ahora de la ley, esta sólo conseguirá enturbiar aún más el sistema educativo. Un sistema educativo que ya ha sido golpeado duramente por la Ley Celaá y cuyo camino de degradación debe ser detenido mediante un gran pacto de Estado entre el PP y el PSOE que deje de lado los apaños partidistas destinados a ser derogados por el próximo Gobierno que llegue a la Moncloa.
El texto de Manuel Castells lleva paralizado desde 2007 y plantea aspectos inquietantes. Y es que la Ley Orgánica del Sistema Universitario Español (LOSU), como se conoce oficialmente, no parece tan preocupada por sacar a España del vagón de cola de los índices de calidad educativa como por ideologizarlo hasta la médula. Tanto en el terreno simbólico como en el fáctico.
El detalle más llamativo de la tercera ley universitaria de la democracia es la eliminación del nombre del rey de los títulos oficiales. Una medida que no sorprende en una ley diseñada por Podemos, un partido republicano, pero que debe ser rechazada de plano por un partido constitucionalista como el PSOE. Una fuerza partidaria de la monarquía parlamentaria no puede enviar un mensaje frentista contra una de las principales instituciones del Estado, la de la Corona, dando luz verde a un anteproyecto como este.
A contracorriente
Si con el disparate de la Ley Celaá el Gobierno condenó al español a un segundo plano como lengua vehicular de la enseñanza y condenó a la asfixia financiera a la escuela concertada, con la ley Castells demuestra que su compromiso no se encuentra tanto con la mejora de nuestro sistema educativo como con su adocenamiento.
Basta con ver dos de sus propuestas estrella. La creación de unidades de igualdad que coordinen políticas universitarias con perspectiva de género y la promoción de la memoria democrática. Dos ejes de la batalla cultural del populismo de extrema izquierda que convertirían nuestras universidades en centros de adoctrinamiento en los que la formación pasaría a un segundo plano.
El Gobierno haría bien en recuperar el espíritu de la Transición para enterrar ese nefasto discurso que pretende enfrentar a españoles de izquierdas y de derechas y apostar por una educación superior que nos aproxime a las grandes potencias del mundo, en lugar de distanciarnos de ellas. Y esa apuesta no debe pasar por el amartillamiento ideológico, sino por el fomento del talento y el conocimiento.
Sin consenso
Ni siquiera los sindicatos más afines al Gobierno han recibido el anteproyecto con los brazos abiertos. En buena parte, porque su voz ni siquiera ha sido escuchada durante la redacción del texto de la ley.
Las 90 páginas de la Ley Castells se centran en aspectos meramente formales y no abordan el problema de precariedad laboral que padecen nuestras universidades. A su vez, rebajan los requisitos para la elección del rector: ahora ya no será necesario que este sea catedrático. También condena al cierre a docenas de universidades españolas. Concretamente, a uno de cada tres centros privados. Uno de cada cuatro en el caso de universidades de gestión pública y privada.
EL ESPAÑOL considera impropio de un Gobierno progresista y comprometido con el futuro de sus ciudadanos la elaboración de un anteproyecto sectario y que pretende convertir las universidades en campo de batalla contra la Corona, la excelencia y la meritocracia, cuando debería estar vacío de todo contenido ideológico y centrarse única y exclusivamente en situar los centros españoles en lo más alto de los rankings internacionales. Un lugar del que llevan ausentes muchos años.
España necesita con urgencia subirse al carro del progreso en un mundo ultracompetitivo y en el que el talento intelectual cobrará cada vez más importancia, y no descolgarse de este con una ley ajena a la lógica y a las necesidades del siglo XXI.