La noticia de que Isabel Díaz Ayuso ha ordenado eliminar todos los tributos propios que quedaban en vigor en la Comunidad de Madrid con el objetivo de ayudar a la recuperación económica de las empresas y los ciudadanos madrileños sorprendió ayer a los españoles mientras el presidente anunciaba la subida del salario mínimo.
Es cierto que esos impuestos eliminados son tres tributos menores que apenas suponen unos magros 3,4 millones de euros, el 0,02% de todo lo recaudado en Madrid.
Pero que la medida tenga una obvia intención propagandística no oculta el hecho de que los madrileños pagarán durante el próximo año cero euros en tributos propios mientras los catalanes desembolsan 677 millones de euros (unos 90 euros por persona, incluidos niños) por los quince impuestos propios que gestiona la Generalitat.
Madrid es ya una honrosa excepción en el contexto español. A los 15 impuestos propios catalanes se suman los ocho andaluces, los seis de Asturias, Galicia y Murcia, o los cinco de Extremadura, Canarias y Aragón. Sólo las dos Castillas se sitúan cerca de Madrid, con dos impuestos propios cada una.
Infierno fiscal catalán
El contraste entre el edén madrileño y el infierno catalán muestra dos conceptos de país antitéticos. El liberal y el intervencionista. El que entrega las riendas del crecimiento a empresarios, autónomos y trabajadores, y el que lo fía todo a la presión fiscal y a un control absoluto de la Administración sobre la economía y la vida de sus ciudadanos.
El argumento del dumping fiscal es insostenible. Madrid tiene las mismas competencias fiscales que cualquier otra comunidad española (con la excepción del País Vasco y Navarra). Todas ellas podrían replicar a Madrid si así lo quisieran.
El efecto capitalidad, por su parte, no es mayor ni más significativo que otros efectos económicos que sería relativamente fácil medir. El efecto capitalidad regional de Barcelona sobre Gerona, Lérida y Tarragona, por ejemplo. O el efecto playa y turismo sobre las comunidades del interior. O el efecto cercanía con la frontera francesa. O el efecto puerto que permite a Cataluña beneficiarse del tráfico marítimo.
El problema es mucho más sencillo que eso. Algunas comunidades, y a la cabeza de ellas la catalana, han creado un régimen clientelar extraordinariamente oneroso que les permite mantener una base de millones de votantes fieles, construir embajadas en el extranjero, pagar las multas por los delitos de sus políticos o construir simulacros de NASA regional. Pero que debe ser financiado a costa del bolsillo de sus ciudadanos.
Reivindicaciones folclóricas
Pero la batalla por la fiscalidad es sólo la punta del iceberg. Un iceberg contra el que van camino de estrellarse las comunidades que han decidido fiar su futuro a la exaltación de las peculiaridades regionales, siguiendo el camino marcado por Cataluña y el País Vasco, mientras otras, con Madrid y Andalucía a la cabeza, persiguen un crecimiento económico natural que no pierde el tiempo en reivindicaciones folclóricas.
La Comunidad de Madrid no es 100% inmune al mal de la elefantiasis administrativa que aqueja a España y que ha convertido al país en campeón del paro europeo. Pero su espectacular crecimiento, unido al estancamiento de las comunidades nacionalistas, ha demostrado que España no es esa anomalía histórica que sus enemigos publicitan.
Madrid era la quinta comunidad del ranking en los años 80. Hoy es la primera en PIB per cápita. Cataluña y el País Vasco fueron los motores de la economía española durante la Transición. Hoy ambas han cedido su liderazgo a Madrid y muestran señales de estancamiento (País Vasco) y de decadencia acelerada (Cataluña).
Como explica EL ESPAÑOL, Isabel Díaz Ayuso se ha comprometido también a bajar medio punto todos los tramos de la parte autonómica del IRPF. La medida se aprobará a finales de año, entrará en vigor en 2022 y permitirá a los madrileños ahorrarse cien euros al año. Más de lo que los catalanes pagan en tributos propios.