Los demagogos de nuestros países llegan al poder e instauran sistemas regidos por el populismo. En ellos convergen aspectos que conforman la geografía del populismo: un concepto místico del Estado grande, la necesidad de un enemigo del pueblo, la promesa del cielo en la Tierra, la existencia de una verdad oficial y el inevitable culto popular al exaltado líder carismático.
El populismo también tiende a adoptar un lenguaje nacionalista. Lenguaje que le sirve para apelar a las emociones de las masas, que toma forma de discurso de oposición constante (con epítetos convertidos en instrumento de descrédito recurrente) y que convierte a los adversarios en enemigos que el populista debe erradicar ya que estos representan una amenaza que pone en jaque los intereses del pueblo o la supuesta voluntad popular.
Esto quedó reflejado en uno de los interminables discursos de Hugo Chávez, cuando el venezolano argumentó que “esto no es entre Chávez y los que están en contra de Chávez, sino entre los patriotas y los enemigos de la patria”.
Una y otra vez, el populismo genera identidades populares, creadas por el mismo caudillo redentor, que opone a todo lo que ponga en jaque su poder absoluto.
Todos estos regímenes populistas, que enarbolan promesas de mejora que jamás se cumplen, llegan al poder en sistemas donde se atisban fragilidades institucionales. El ascenso al poder se consigue por medio del rechazo directo de la dirigencia política tradicional y capitaliza el descontento de la gente, convirtiéndolo en una lógica que ve al pueblo como una entidad homogénea y que conduce hacia la concentración del poder absoluto.
El populismo somete a los demás poderes estatales, utiliza la ley como mecanismo para autolegitimarse (cuando ya ha perdido toda legitimidad) y forja gobiernos autoritarios. Gobiernos que nos muestran que el populismo puede nacer de la democracia y a través de las vías electorales tradicionales, utilizando los comicios como un trampolín al poder y como base de legitimidad inicial.
Pero, a la larga, el populismo sólo sobrevive por y mediante la fuerza.
El populismo es la política demagógica de caudillos que no vacilan a la hora de sacrificar el futuro de una población por un presente efímero. Y aquí es donde entra en juego aquello que tantos políticos y académicos defienden como solución al problema de la pobreza: la redistribución justa de la riqueza.
Ludwig von Mises lo llamó el dogma de Montaigne. Michel de Montaigne, filósofo del siglo XVI, escribió en su momento que “no se saca provecho para uno sin perjuicio para otro”. En otras palabras, para que una persona se beneficie, otra tiene que perder.
Montaigne creía que el intercambio es un juego sin ganancias mutuas. Es decir, creía que los pobres son pobres porque los ricos son ricos. Lo que es como decir que los enfermos están enfermos porque los sanos están sanos o que los coches de la calle van lentos porque los bólidos de Fórmula 1 van rápido.
A pesar de su incoherencia, el dogma de Montaigne ha sobrevivido hasta nuestros días. Gracias a él, mucha gente cree que la pobreza es una opción política y no el estado natural de la humanidad. La pregunta no es ni ha sido nunca ¿qué causa la pobreza? La verdadera pregunta que deberíamos hacernos es ¿qué causa la prosperidad?
Es fácil olvidar lo terrible que era la vida cotidiana antes del siglo XIX, incluso en los países más ricos. En los Estados Unidos, en Gran Bretaña y en Francia, a principios del siglo XIX, entre el 40 y el 50% de la población vivía en la pobreza extrema. Una tasa que ahora sólo encontramos en el África subsahariana. Desde 1820, el PIB per cápita del mundo occidental se ha multiplicado por más de quince. Y la tasa de pobreza mundial se ha reducido del 94% a menos del 11%.
La idea, pues, debería ser la de enriquecer a los pobres y no la de empobrecer a los ricos. Se crea nueva riqueza constantemente. De hecho, el 50% de toda la riqueza que existe hoy en la humanidad se creó en los últimos 30 años.
La riqueza no tiene límites ni fronteras. La riqueza es y puede ser creada. Pero sólo bajo un sistema económico de libertad, apertura y capitalismo los más pobres podrán crear esa riqueza y salir de la pobreza. No es casualidad que exista una fuerte correlación entre el nivel de libertad económica de un país y su nivel de prosperidad.
La creación de riqueza dentro del libre mercado no es un juego de suma cero, como proponía Montaigne. En toda transacción voluntaria, ambas partes ganan y se crea riqueza.
La redistribución de la riqueza no ha reducido la pobreza en ningún lugar del mundo. Pero los marcos institucionales que respetan los derechos de propiedad, el libre mercado y la seguridad jurídica han permitido que la riqueza se multiplique y se extienda para que el trabajador promedio pueda vivir hoy mejor que los reyes de antaño.