No pasan desapercibidas las erráticas declaraciones del presidente de los Estados Unidos, Joe Biden, a cuenta de la invasión de Ucrania y la amenaza que representa Vladímir Putin para la era más prolongada de paz y prosperidad de la historia de Europa. El último motivo para el respingo lo concedió el pasado viernes, en un país tan simbólico como Polonia, cuando finalizó su previsible discurso contra el imperialismo del autócrata ruso con una frase incendiaria: "Por el amor de Dios, este hombre no puede seguir en el poder".
Rápidamente salió a escena el secretario de Estado Antony Blinken, máximo representante de la diplomacia norteamericana, para matizar sus palabras: “Estados Unidos no tiene una estrategia de cambio de régimen en Rusia, ni en ningún otro lugar”. O lo que es lo mismo: Blinken sugirió que el presidente se salió de la línea oficial de Washington y trató de rebajar el tono de una cita que es un regalo retórico a Moscú en un momento de estrés insostenible, con el régimen de Putin advirtiendo sobre su disposición a apretar el botón nuclear si siente que su supervivencia está cuestionada.
Tampoco pasaron desapercibidas las declaraciones para los principales socios de la OTAN. El presidente francés, Emmanuel Macron, expresó ayer con mano izquierda que él “no usaría este tipo de palabras” y que los esfuerzos deben dirigirse hacia la diplomacia, y no a alimentar una “escalada” de la tensión. El Gobierno británico acordó una postura parecida y añadió que “el pueblo ruso decidirá el destino de Putin y su círculo”.
Acertaron París y Londres, igual que Blinken, al corregir la irresponsable intervención de Biden. Las democracias liberales deben contribuir a que Putin detenga la guerra en Ucrania y a que la oprimida sociedad rusa aspire a vivir en un sistema que garantice sus derechos y libertades. Pero el futuro del país deben escogerlo los rusos, en ningún caso Biden.
Torpezas alarmantes
¿Cómo habría interpretado el presidente norteamericano que Putin clamara al cielo y exclamara que no puede seguir un día más en la Casa Blanca? ¿En qué cabeza cabe dar motivos para la neurosis a un autócrata que, en los últimos veinte años, ha respaldado buena parte de sus agresiones a Occidente en el supuesto desafío que representa “la expansión de la OTAN” para Rusia, es decir, para su régimen?
Es cierto que los descuidos e inoportunidades de Biden están lejos de ser novedosos. No sólo dentro su país, donde son duramente criticados, sino fuera. Sin ir más lejos, hace pocas semanas lanzó el fácilmente interpretable mensaje de que el ataque a un territorio de la OTAN no comportaría necesariamente la respuesta militar de Washington.
Pero que estas torpezas sean habituales no hace que dejen de ser alarmantes. Más bien todo lo contrario.
Por fortuna, no dan cuenta de una Administración estadounidense que ha respondido sin titubeos y con altura de miras contra Rusia, justo cuando su fortaleza estaba en cuestión por la caótica espantada de Afganistán. Washington parece estar siempre por encima de las derivas autoritarias o de los peligrosos balbuceos de sus presidentes.