Es incontestable que este Gobierno no ha destacado precisamente por su firme manejo de la crisis sanitaria provocada por la pandemia de Covid-19. La eliminación de las mascarillas en interiores, que entró ayer miércoles en vigor, no es, en este sentido, más que otro capítulo del caos propiciado por la confusa regulación gubernamental a lo largo de estos dos últimos años.
El presidente instaló a los españoles, al final del primer estado de alarma, en el limbo confuso de la "nueva normalidad". El plan de desescalada del Gobierno suponía, a la postre, dejar en manos de las comunidades autónomas las medidas contra la Covid. La medida evidenció las consecuencias indeseables de la ausencia de una autoridad única.
La disparidad en la adopción de medidas por los distintos gobiernos autonómicos generó una gran confusión entre los ciudadanos, que se topaban con restricciones contradictorias dependiendo de en qué región se encontrasen.
Los titubeos del Gobierno volvieron a desconcertar a los españoles el pasado diciembre, a raíz de la reimplantación de la obligatoriedad del uso de mascarilla en exteriores. El caos que suscitó la decisión, al no tener claro los españoles cuándo debían llevar el cubrebocas y cuándo no, hizo que Pedro Sánchez se viera obligado a comparecer por segunda vez para suavizar y delimitar las medidas.
Pero ni siquiera las aclaraciones del presidente sirvieron para quitarnos la sensación de que la regulación de la crisis sanitaria mostraba un sinfín de incongruencias. No sólo las autoridades tomaron la decisión de recuperar las mascarillas en exteriores desoyendo la evidencia científica sobre la escasa efectividad de esta medida. También dieron pie a situaciones absurdas, como la de que uno tuviera que llevar mascarilla en un parque pudiendo quitársela al entrar en un bar.
Ahora que decae el uso obligatorio de mascarillas también para los interiores, el desgobierno vuelve a reinar. Como en anteriores ocasiones, el decreto del Gobierno no muestra unidad de criterio. Tampoco líneas firmes de actuación.
Confusión y desigualdad
Es razonable que el decreto del Gobierno contemple excepciones a esta retirada de la obligatoriedad, como las del transporte público, los centros de salud o las farmacias. Pero no es aceptable que las nuevas medidas vuelvan a llevar la marca de la inconcreción. Tampoco que el Gobierno central opte otra vez por la dejación de funciones, delegando responsabilidades en las empresas respecto a sus empleados.
El Ministerio de Sanidad pasa la patata caliente de los protocolos Covid a las empresas. La decisión última sobre la obligatoriedad de los tapabocas recae, así, en manos de los responsables de prevención de riesgos laborales en cada compañía. ¿Pero no hay un amplio espectro de arbitrariedad en esta elección descentralizada?
¿Por qué el trabajador de Carrefour seguirá estando obligado a llevar mascarilla, mientras que el de Mercadona podrá prescindir de su uso? ¿Qué razón ampara que una dependienta de El Corte Inglés no pueda quitarse el cubrebocas, cuando en Zara los empleados no tendrán por qué llevarlo?
El Real Decreto podría incluso derivar en agravios comparativos y en la violación de principios elementales del derecho, como el de la igualdad ante la ley. ¿Puede despedirse por ejemplo a un trabajador en una empresa por hechos que en otra empresa serían irrelevantes?
Resulta sorprendente que el Gobierno, en lo que parecía que iba a ser una solución para el problema de las mascarillas, haya conseguido, por el contrario, generar un nuevo problema para dicha solución.
El Gobierno debería asumir la responsabilidad que le corresponde como autoridad central y dejar de delegar en otros actores la adopción de medidas de este calado. Actores que, por otro lado, no tienen ni tienen por qué tener el conocimiento sanitario suficiente para discernir si la mascarilla debe o no debe ser obligatorio. Si queremos avanzar hacia una normalización definitiva que supere la crisis sanitaria, el Gobierno debe definir unas líneas de acción inequívocas y firmes para todos los ciudadanos.