Una de las bromas más extendidas en las redes sociales chinas es la de que el régimen debería olvidarse de Taiwán, porque sería más sencilla la ocupación de Siberia.
No es más que un chascarrillo. Pero da cuenta de la atmósfera que se respira en la esfera política de Pekín y de la debilidad que proyecta la Rusia de Vladímir Putin desde el fracaso de la operación relámpago de febrero en Ucrania. Fracaso agravado por la exitosa contraofensiva de la resistencia local, que ha sido capaz de recuperar miles de kilómetros cuadrados de territorio en el este del país en cuestión de días.
China no es ajena a la pobre profesionalidad de las tropas rusas. Ni a su incapacidad para dominar el aire. Ni a los constantes problemas de logística. Ni a los errores continuos de estrategia. Ni a la ineptitud para contrarrestar el ímpetu de los ucranianos y la eficacia del armamento occidental.
Tampoco ignora China que Rusia no sólo pierde sobre el terreno, sino que Ucrania vence en la batalla informativa. Y ambas son inseparables.
¿No cobra relevancia el éxito de las tropas de Volodímir Zelenski cuando se acerca el invierno? ¿No resulta particularmente simbólico que, justo en el momento en que Putin promete abrir el grifo del gas a Alemania o Italia a cambio de la relajación de las sanciones, Ucrania demuestre que el apoyo occidental da resultados? ¿Que la victoria es viable incluso a corto plazo?
Es cierto que China ha querido mantenerse en un ambiguo segundo plano desde el comienzo de la invasión. Pero a nadie se le escapa que, sin implicarse públicamente como Estados Unidos, Reino Unido o la Unión Europea, ocupa un papel determinante en la guerra. Igual que Bruselas y Washington ansían la victoria de Ucrania, Pekín empuja por el éxito de Rusia, unidos como están por "una amistad sin límites".
Los límites de la amistad
Rusia esperó al final de los Juegos Olímpicos de Invierno en China para acometer la invasión de Ucrania. Nadie duda de que Xi Jinping, con su respaldo político y económico, comprometió su credibilidad. No lo hizo por una cuestión de amistad. China y Rusia conforman un matrimonio de conveniencia con un propósito claro: la división de Occidente y la erosión de la hegemonía internacional de Estados Unidos. Porque China, a fin de cuentas, aspira a ocupar ese lugar.
Xi, que pronto será confirmado como líder del Partido Comunista, se reunirá esta semana con Putin por primera vez tras los ya más de 200 días de guerra en Ucrania. Los gestos y palabras que compartan servirán para calibrar el estado de su relación, cuando el autócrata ruso comienza a ser internamente discutido. Es muy probable que en el ambiente se palpe una realidad difícil de maquillar. Que China necesita a Rusia y, sin embargo, está obteniendo muy poco de ella.
La derrota de Putin sería, por extensión, una derrota para Xi. China necesita que Rusia gane o que, como mínimo, no pierda. De ahí que las preguntas surjan con naturalidad. ¿Está China por la labor de consentir el fracaso de Putin? Si la respuesta es sí, Occidente puede respirar con cierto alivio. Pero si la respuesta es no, cabe preguntarse hasta dónde alcanzará la paciencia de China. Y, sobre todo, hasta dónde estará dispuesta a llegar para impedirlo.