El Gobierno ha vendido como una rebaja a las rentas bajas un plan fiscal improvisado en apenas 48 horas y que contradice llamativamente el discurso que Moncloa había defendido hasta el momento. Un plan forzado por las bajadas de impuestos anunciadas en la Comunidad Valenciana, Extremadura, Cantabria, Galicia, Murcia, Castilla y León, y que se suman a las ya conocidas de Madrid y Andalucía.
La presunta rebaja estrella del Gobierno a las rentas bajas no es tal. Porque la reducción del IRPF para los ingresos menores a 21.000 euros apenas supone una compensación por la subida de la inflación que dejará a esos contribuyentes en el punto en el que estaban antes de que comenzara la espiral inflacionista.
Sin embargo, el Gobierno, que se vende a sí mismo como el defensor de las clases medias trabajadoras, ha castigado a estas dejándolas fuera de la deflactación anunciada para las bajas. Es decir, ha obligado a esas clases medias a sostener a pulso con sus ingresos el peso de la inflación sin medidas paliativas que les compensen por el sobreesfuerzo realizado desde finales de 2021 y a lo largo de 2022.
Las principales perjudicadas por el olvido del Gobierno serán las clases medias urbanas. Y dado que de la nueva tasa a los ricos podrá deducirse la cuota pagada en patrimonio en la comunidad de residencia del contribuyente, Moncloa penaliza y castiga así a las comunidades madrileña, andaluza y gallega, que han bonificado dicho impuesto.
De ahí las quejas de invasión de competencias y de una posible inconstitucionalidad que ya han empezado a aflorar en las regiones perjudicadas.
En cifras, el plan del Gobierno deja en el punto en el que estaban hace un año a cinco millones de ciudadanos y castiga a 8,5 millones. La gran vencedora con estas medidas, que tienen un evidente objetivo electoralista y que carecen de cualquier racionalidad fiscal, es Yolanda Díaz, que defendía exactamente lo que ha acabado haciendo el Gobierno: "ayudar" a las rentas bajas, olvidar a las medias y castigar ejemplarmente a "los ricos", en su mayor parte simples asalariados de éxito.
Dicho de otra manera. La mitad socialista del Gobierno ha acabado haciendo aquello a lo que se negaba este mismo lunes (bajar los impuestos) y diseñando un plan fiscal cuya filosofía no es socialista, sino popular, pero de acuerdo con los intereses de los morados.
Mención aparte merece el absurdo de que el impuesto a los ricos no vaya a ser aplicado este año, sino el que viene. Porque eso dará tiempo a los afectados por la tasa a deslocalizar su patrimonio (Portugal ya se frota las manos con la noticia) y porque es bastante probable que una victoria en las elecciones de Alberto Núñez Feijóo acabe con la anulación de un gravamen tan ineficaz como confiscatorio.
Dice el Diccionario de la RAE que un impuesto es confiscatorio cuando "detrae una proporción excesiva de la renta gravada".
La resolución 1689/2020 de la Sala de lo Contencioso del Tribunal Supremo dice que un gravamen es confiscatorio cuando absorbe toda la riqueza gravable (en el caso concreto juzgado por el Supremo, el contribuyente debió destinar toda la plusvalía obtenida por la venta de una finca al pago del impuesto correspondiente).
No es difícil, en cualquier caso, comprender que un impuesto es confiscatorio cuando no puede ser pagado por el ciudadano con su salario anual o sin vender parte de su patrimonio, obligándole a reducir su nivel de vida hasta el absurdo.
De acuerdo con todas estas definiciones, el impuesto a los ricos aprobado por el Gobierno entra de lleno en la categoría de confiscatorio.
Basta un ejemplo para demostrarlo.
Un ciudadano con un patrimonio de tres millones de euros deberá pagar por el nuevo impuesto una cuota de 51.000 euros.
Teniendo en cuenta que la base imponible media de los 220.000 declarantes de patrimonio en España (entre los cuales se incluyen la mayor parte de los 23.000 afectados por la nueva tasa) no llega a 140.000 euros anuales, y teniendo en cuenta que esos contribuyentes ya pagan casi el 50% de sus ingresos en IRPF, es fácil deducir que el "millonario" de nuestro ejemplo deberá pagar 51.000 euros de un salario neto de 70.000 euros.
Dicho de otra manera. Con un patrimonio de 3.000.000 de euros, normalmente en acciones o propiedades inmobiliarias (no en dinero líquido), alguien que gane 140.000 euros al año deberá pagar 121.000 al Estado.
En el imaginario colectivo de la izquierda española, un rico es alguien que dispone de un patrimonio líquido lo suficientemente holgado como para permitirse el lujo de pagar 51.000 euros sin mayores molestias que una llamada de teléfono a su gestor.
Pero esa no es la realidad. Porque ese tipo de millonario existe, pero representa un ínfimo porcentaje de los 23.000 contribuyentes que deberán pagar la nueva tasa. El resto son asalariados de éxito. Ciudadanos con una posición evidentemente desahogada, pero no lo suficiente como para poder pagar el nuevo impuesto sin reducir sus ingresos anuales al mínimo.
En algunos casos, el nuevo gravamen, sumado a los ya existentes, se comerá todos sus ingresos anuales. En otros casos, les dejará con una deuda de varias decenas de miles de euros, como explica hoy EL ESPAÑOL con un caso real.
El absurdo es tal que resulta legítimo preguntarse qué gana electoralmente el PSOE con unas medidas que discriminarán entre españoles, provocarán la huida de grandes patrimonios y profesionales de éxito, le dan la razón al PP en su filosofía de bajada de impuestos y benefician a Podemos por su populismo.