Lula da Silva ha ganado la primera vuelta de las elecciones brasileñas, pero ha sido Jair Bolsonaro el que ha salido más feliz de ellas. Su 43,2% de los votos no sólo es un resultado muy superior al 36% que preveían los sondeos, sino que le permite alcanzar la mayoría en el Congreso, irrumpir con fuerza en el Senado y ganar en los estados más importantes del país, entre ellos los cinco primeros por PIB per cápita: el Distrito Federal, São Paulo, Río de Janeiro, Santa Catarina y Río Grande del Sur.
La victoria de Lula, al que varios sondeos daban como vencedor en primera vuelta con más del 50% de los votos, despierta dudas acerca de sus posibilidades en esa segunda ronda que tendrá lugar el próximo 30 de octubre. En teoría, la suma de sus votos y los del candidato socialista y exgobernador de Ceará Ciro Gomes bastaría para conseguir una victoria holgada dentro de cuatro semanas. Sobre todo si a esas papeletas se suman las de la candidata de centro liberal Simone Tebet.
Pero la capacidad de resistencia de Bolsonaro, probablemente el político más espiritualmente trumpista de todos los surgidos durante los últimos años a la estela del expresidente americano, podría convencer a muchos ciudadanos brasileños de que la batalla no está tan perdida como se pensaba hace sólo una semana. El efecto arrastre (bandwagon en inglés) jugaría ahora a favor de Bolsonaro.
En contra juega un antibolsonarismo muy arraigado en amplias capas de la población por la muy agresiva personalidad del candidato conservador, además de por los desastrosos resultados de su estrategia contra la Covid y su desprecio por las minorías. Un antibolsonarismo que podría convertirle en uno de los pocos presidentes brasileños que no han logrado revalidar su mandato en las urnas, algo difícil de ver en Brasil.
No carece tampoco de puntos oscuros la trayectoria de Lula da Silva, fundador del Foro de São Paulo a principios de los 90 junto a Fidel Castro, condenado por corrupción (injustamente, según sus partidarios: la condena fue anulada tras cumplir 19 meses de prisión) y cuya figura casi mesiánica impide la emergencia de una alternativa a su figura en el seno de la izquierda brasileña.
El resultado de las elecciones deja dos evidencias.
La primera, que el voto se ha concentrado de forma masiva en los dos candidatos principales como no ocurría desde 1994, cuando el Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB) y el Partido de los Trabajadores (PT) sumaron el 95,2% de los votos totales. En esta ocasión, la suma ha sido del 91,5%.
La segunda, que Brasil es un país dividido en dos. Un norte y un nordeste pobres, carcomidos por la desigualdad, la corrupción y la violencia, con un gran porcentaje de población indígena y negra, y que vota mayoritariamente a la izquierda, y un sur blanco y rico, con un alto porcentaje de la población con ascendencia europea, y que vota mayoritariamente a la derecha y al conservadurismo.
El tercer factor que podría ser decisivo para la segunda vuelta es la creciente fuerza de la religión, y muy especialmente del evangelismo, en la sociedad brasileña. Se trata de un voto conservador fuertemente controlado por pastores con una enorme influencia en sus comunidades y que podría decantar las elecciones a favor de Bolsonaro si este logra ganarse su confianza.
La segunda vuelta de las elecciones brasileñas está mucho más abierta hoy de lo que estaba hace 48 horas. Lula da Silva continúa siendo el favorito, pero Bolsonaro parece contar con mucha más fuerza de la que se preveía. Los brasileños deberán escoger el próximo 30 de octubre entre un presidente que ha impulsado una peligrosa alianza populista de extrema derecha con Orbán y Putin, y un Lula da Silva que abandonó la presidencia con una aprobación del 80%, habiendo reducido la pobreza en su país y con Brasil firmemente asentado en el trono de los BRICS.