La primera victoria electoral del PSOE, el 28 de octubre de 1982, consumó la Transición. La democracia había brotado cuatro años antes con Adolfo Suárez. Pero el golpe del 23F, la incertidumbre económica, ETA y la división en la UCD habían generado la sensación de que el brote era débil y podía quebrarse en cualquier momento.
La victoria del PSOE, un partido socialista que había abandonado el marxismo, liderado por un abogado joven que se presentaba sin mayores ligámenes con el socialismo de la II República que el de la marca, fue la prueba de que la institucionalidad perduraría.
Es decir, que la democracia y el Estado de derecho iban a permanecer en el tiempo con independencia de quién ocupara el poder tras las elecciones.
La verdadera prueba de fuego para la democracia fue, en definitiva, la de la alternancia en el poder. Y la aplastante victoria del PSOE en 1982, con 202 diputados, dejó claro que los españoles habían decidido romper de manera definitiva con el pasado.
Felipe González no tenía vínculos con el régimen anterior y no había idealizado ni mitificado la Guerra Civil, como hacen hoy algunos de los sectores más irresponsables de la izquierda española, y eso contribuyó tanto a su victoria como el hundimiento de la UCD. Un desmoronamiento fulminante del que existen pocos precedentes.
El eslogan del PSOE en aquellas elecciones, "por el cambio", ha sido probablemente el más potente y exitoso de los 44 años de democracia. En parte porque no era un eslogan vacuo, sino un deseo enraizado en el ánimo de una inmensa mayoría de los españoles.
El problema, como siempre, estuvo en la letra pequeña del contrato.
Porque Felipe González, que ideológicamente tendió al centro, no tenía una ética democrática asimilable a la de las democracias avanzadas de nuestro entorno. Y aunque el franquismo como régimen de gobierno había quedado atrás, lo que no lo había hecho eran las concepciones franquistas del poder. Algo que luego se bautizó como "franquismo sociológico" para definir el ejercicio de la autoridad sin límites.
Fruto de esa ética franquista fueron frases como la de "quien me echa un pulso lo pierde" y el caso de José María Ruiz-Mateos y Rumasa, los primeros conflictos con la prensa, las denuncias de espionaje, los abusos de poder en relación con la Conferencia Episcopal y, por supuesto, los GAL y los asesinatos de Lasa y Zabala.
No cabe duda de que durante los primeros años de Felipe González la democracia se consolidó en España. Que se sentaron las bases de un país libre, tolerante y abierto. Que se pusieron los cimientos de un Estado de derecho allí donde apenas existían estos. Que se avanzó en derechos sociales. Que se entró en la Comunidad Europea (hoy Unión Europea). Y que se esquivó la bala que habría supuesto nuestra salida de la OTAN (aunque a costa de traicionar las promesas hechas por el PSOE a sus votantes).
Pero si hay que poner en la balanza los pros y contras de esos primeros años de Felipe González, es evidente que pesan más los segundos que los primeros. Porque su Gobierno ha sido el único en 44 años de democracia condenado por secuestro y asesinato.
Con todo, quizá la principal virtud del PSOE de aquella época sea la de haber esquivado la tentación de convertir España en un régimen de partido único, como el México del PRI. Queda para el debate si eso no ocurrió porque el PSOE no quiso o porque las circunstancias se lo impidieron.
Juzgar el pasado con los ojos del presente es un ejercicio tan fútil como demagogo. Pero tampoco puede ocultarse la realidad de que la generación de políticos que llegó al poder en 1982 aprovechó una buena parte de los tics heredados por la sociedad española del franquismo para ejercer el poder de un modo que hoy sería inaceptable.
La historia suele tener dos caras y el primer Gobierno de Felipe González no es, en definitiva, la excepción de la regla. Su triunfo de 1982 demostró a los españoles que la democracia había llegado para quedarse y que la victoria de la izquierda no iba a desembocar en un nuevo conflicto civil. Pero también demostró que las promesas de cambio habían sido ciertamente exageradas.