Jair Bolsonaro dijo en el último debate presidencial que "nunca ha perdido unas elecciones y eso no va a suceder ahora". Pero las urnas le han quitado la razón: es el primer presidente brasileño que se presenta a la reelección y la pierde.
Las elecciones más disputadas y encarnizadas que se recuerdan en Brasil han dado la victoria a Lula da Silva. El candidato izquierdista se ha hecho con el 50,9% de los votos. El ultraderechista, muy cerca, con el 49,1%. El apoyo del llamado "bloque BBB", acrónimo de boi, Bíblia y bala (carne, Biblia y balas, en referencia a los votantes rurales blancos de clase media, cristianos evangélicos y grupos proarmas) no ha sido suficiente para que Bolsonaro se alzase con el triunfo.
Lula ha protagonizado una auténtica resurrección política. El que ya fuera presidente en dos ocasiones ha logrado restituir su crédito político, después de que la condena por el macrocaso de corrupción Lava Jato le llevase a la cárcel durante año y medio.
Que el Tribunal Supremo Federal anulase todos los cargos le permitió al ganador de las elecciones de ayer presentarse como víctima de un proceso judicial injusto y de una persecución política para apartarle de la carrera presidencial cuando iba claramente en cabeza en los sondeos en 2018.
Con su pedigrí proletario, sindicalista y humilde, Lula sigue siendo un ídolo de masas en el país. Después de haber ganado la primera vuelta el pasado 2 de octubre por 5,23 puntos, ha impedido a Bolsonaro revalidar la presidencia.
Los perfiles que han concurrido a estos comicios son profundamente divisivos. El presidente saliente, conocido mundialmente por su ideario racista, homófobo y misógino, asumió el papel mesiánico de cirujano de hierro para salvar a Brasil de la corrupción económica y moral.
Este enaltecedor de la dictadura, cuyo lema de campaña es igual al de Giorgia Meloni ("Dios, patria y familia"), se ha destacado por negar la existencia de la crisis climática. Ha desprotegido legalmente a la Amazonia y a la comunidad indígena. Y su calamitosa gestión de la pandemia resultó en un enorme exceso de mortalidad.
Se ha caracterizado también por un estilo belicoso, irreverente, grosero, insensible y engreído, orientado a disfrazar una vacuidad programática, una incoherencia doctrinal y una incultura mayúsculas.
Hoy en Brasil hay 33 millones de personas que pasan hambre. Una cifra que se ha duplicado bajo la presidencia de Bolsonaro, y que contrasta con las exitosas ayudas con las que Lula ayudó a sacar a millones de brasileños de la pobreza extrema. El ultraderechista, por su parte, sólo puede presumir de haber elevado en 10 puntos el número de ellos que tienen un arma, después de haber relajado las regulaciones que las controlaban.
Pero el tétrico balance que ha arrojado la presidencia de Bolsonaro no debería servir para endiosar a su rival, que se considera a sí mismo el Nelson Mandela brasileño. Al fin y al cabo, el giro de América Latina hacia el populismo de extrema izquierda, culminado por Lula, no es mucho más saludable para la democracia liberal que la ola reaccionaria global de los últimos años. Todo lo que puede decirse de Bolsonaro es que su política económica ha sido más favorable al libre mercado y a la desregulación que el socialismo intervencionista de Lula.
Además, el izquierdista tampoco ha contribuido precisamente a sacar al país de una dinámica política cenagosa y frentista. Ambos bandos han recurrido a los bulos y a los ataques personales durante la campaña, que se ha desarrollado trufada de incidentes violentos. Y mientras se celebraba la segunda vuelta, Lula acusó a la policía de entorpecer el voto, aunque el Tribunal Superior Electoral desestimó su denuncia.
En definitiva, ninguno de los dos contendientes se ha caracterizado por el compromiso con la independencia y la limpieza institucional. Mucho menos Bolsonaro. Desde el mismo momento en que los sondeos empezaron a pronosticar su derrota, el presidente saliente ha venido abonando -sin ninguna prueba- la sospecha sobre los sistemas de votación electrónica del país, acusándolos de ser propensos al fraude.
Queda por ver si después de estos resultados Bolsonaro sigue manteniendo sus acusaciones de amaño electoral. Muchos analistas temen que el ultraderechista no reconozca la victoria de Lula. Y que pueda, como su "ídolo" Donald Trump, alentar una insurrección violenta entre sus partidarios para impugnarla, similar al asalto al Capitolio de 2021.
Aunque finalmente haya una transición pacífica del poder, es obvio que la elección de Lula no va a acabar sin más con la polarización extrema que asola al país. Es motivo de celebración que vayan a revertirse la militarización, la deriva autocrática, el peso del integrismo religioso evangélico y la agenda ultraconservadora. Pero las instituciones brasileñas acusan un profundo deterioro. Y no está claro que Lula sea el perfil más apropiado para subsanarlo.
Porque el presidente electo ha dejado de ser la figura de consenso que en su día llegó a contar con la aprobación del un 87% de la población. El nuevo líder brasileño tendrá que ser capaz de unir un país completamente fracturado.
La democracia más grande de Latinoamérica es también el país más desigual de la región. Y no sólo en el plano económico. Lula enfrentará el desafío de reconstruir el tejido democrático de Brasil, vertebrar la sociedad brasileña y restituir su confianza en las instituciones.
Una tarea que será más ardua si cabe por la supervivencia institucional del bolsonarismo. El nuevo presidente tendrá que lidiar con un Congreso desfavorable, y hacer frente a muchos senadores y gobernadores que intentarán zancadillear su acción de gobierno.
Culminar tal tarea, sin embargo, será vital para que Brasil pueda reparar su maltrecha democracia liberal y su herido Estado de derecho, recuperando así el músculo económico y la presencia internacional.